La vida humana se sustenta sobre
ciertas bases materiales sin las que
no puede prosperar. Las ciencias
económicas califican de “necesidades
imprescindibles” aquéllas a las que
responden esas bases materiales, y
que son las necesidades de alimento,
vestido y vivienda. Son necesidades
que el hombre tiene como persona
particular. Pero el hombre no es
sólo individuo, sino que vive en
comunidad.
De ahí que también las formas de
esas bases materiales se desarrollen
de acuerdo con un tipo de vida
comunitaria; o, dicho con mayor
precisión, de acuerdo con la forma
de vida económica en que el hombre
se procura su alimento, vestido y
habitación.
Pero esa vida comunitaria no es sólo
una vida económica, sino que exige y
produce otras formas de vida que
apenas tienen que ver con la vida
económica o que elevan directamente
al hombre por encima de su
dependencia material. Son las normas
que el hombre se da a sí mismo, con
las que, por una parte, puede
afirmarse y, por otra, puede vivir
pacíficamente con el vecino
inmediato y con el vecino en sentido
más amplio. Son también las normas
en las que el hombre se sitúa para
convertir las grandes piedras
miliarias de la vida en signos de
que el hombre tiene un valor propio
y superior.
FORMAS ECONÓMICAS BÁSICAS.
AGRICULTURA.
Es una de las formas importantes de
la economía en los tiempos bíblicos.
Como ni esos tiempos ni los hombres
que en ellos vivieron pertenecen a
la prehistoria, las formas de
economía primitiva que eran la
recolección y la caza pueden quedar
fuera de nuestro estudio. Para
Palestina, apenas tenían entonces
una importancia mayor que para
nosotros hoy, aunque la recolección
y la caza no dejen de tener alguna
importancia para la vida económica.
Como a los patriarcas de Israel sólo
podemos representárnoslos en su
condición de nómadas forzados, y no
cual nómadas por decisión propia,
también tenemos que verlos ya como
agricultores, aunque practicasen la
agricultura sólo en una escala
mínima (seminómadas). Estando a los
relatos bíblicos, los patriarcas
fueron sobre todo criadores de
ganado menor (véase el apartado
sobre la ganadería), lo que
comportaba un nomadeo estacional;
pero el jefe de la tribu (por
ejemplo, Abraham, Jacob) poseía un
asentamiento fijo, lo que favorecía
la agricultura. Ciertamente que sólo
cabe pensar en un cultivo reducido
de cebada y en algunos cultivos de
verduras en las proximidades del
campamento, cuyos campos podían
abandonarse con la misma rapidez con
que habían sido ocupados.
De manera parecida los emigrantes
llegados a Egipto, a la tierra de Gosén,
debieron practicar en su vida de
nómadas algo de agricultura para
satisfacer sus necesidades más
elementales.
Los relatos de la época del desierto
reflejan la vinculación de Israel
con la agricultura; todo el empeño
de los prófugos de Egipto — así lo
cuenta la Biblia — se orientaba a la
conquista de un país como
asentamiento fijo, lo que no hubiera
tenido especial atractivo para
criadores nómadas de ganado menor.
Por ello, precisamente el relato de
los exploradores no ha de entenderse
sólo en el sentido de que éstos
hubieran descubierto que la tierra
prometida, con una fertilidad muy
corriente, producía frutos
extraordinarios — y en la que por lo
mismo podían intercambiarse o
comprarse los frutos ambicionados
del país —, sino que habían
descubierto una tierra con
posibilidades para la propia
agricultura.
En el país de Canaán, tras su
conquista, ciertamente que
continuaron practicando la cría de
ganado menor, porque el país, en la
medida en que lo permitía su
fertilidad, estaba cultivado en
parte por los cananeos; pero es
evidente que con la conquista del
país por las doce tribus de Israel
la agricultura fue ganando en
importancia como una segunda forma
de economía, según lo certifican los
textos bíblicos más antiguos (cf. el
libro de los Jueces, los libros de
Samuel, el libro de Rut, etc.). Por
lo demás, las condiciones del país
conllevaban el que la agricultura
nunca acabase por eliminar la cría
de ganado menor; pero las viejas
fiestas de los Panes ácimos y
de Pentecostés muestran cómo la
agricultura tenía en la conciencia
popular un papel más importante que
la cría de ganado menor.
Tras la conquista del país, la
agricultura vino a ser como el signo
externo de que Israel había tomado
posesión real de la tierra.
De la época monárquica procede, por
ejemplo, un indicio extraordinario
de la íntima conexión de Israel con
la agricultura: la descripción que
hace de la creación del hombre el
llamado segundo relato de la
creación. En efecto, el narrador
presenta a Dios formando al hombre
del suelo de cultivo, de la ‘adamah.
Esta palabra, en el supuesto de que
su interpretación etimológica sea
correcta, resulta muy instructiva.
Es probable que se relacione con la
palabra ‘adom (rojo).
Ahora bien, es cierto que la tierra
normal de cultivo en las llanuras de
Palestina no es ni roja ni rojiza;
pero sí lo es el estrato calcáreo
superior de erosión principalmente
en las cimas y laderas. Parece,
pues, que la expresión ‘adamah (suelo
de cultivo) se tomó en época
temprana de ese rojo (‘adom)
de los campos de las laderas y
cumbres de los montes, cuando las
tribus todavía habitaban
preferentemente en la montaña y
practicaban su agricultura en
pendientes y cimas. De ese modo el
relato de la creación del hombre
representaría un doble testimonio
sobre la historia israelita: en la
palabra ‘adaman (suelo
de cultivo) habría una referencia a
las dificultades de su conquista de
la tierra — al menos de los primeros
grupos inmigrados —, y en el motivo
de que “Dios formó al hombre de la
tierra del suelo de cultivo” (Gen
2:7) estaría el testimonio de que en
tiempos de la monarquía Israel se
sentía un pueblo agricultor y que
desde luego conocía la dureza de esa
vida agrícola dedicada a eliminar
las zarzas y cardos que el suelo
producía. (Por lo demás, es
perfectamente verosímil que el
relato mismo, y no sólo la palabra ‘adamah,
haya surgido antes del período
dinástico, e incluso dentro del
ámbito de la cultura cananea; pero
por las razones apuntadas tiene que
haber nacido en un contexto
agrícola.).
Una dificultad aparente para la
valoración positiva de la
agricultura es la que presenta el
relato de Caín y Abel, ya que el
agricultor Caín no sale bien parado
en tal relato (véase a continuación
el apartado sobre la ganadería, y la perícopa de
Caín y Abel); como quiera que sea,
el capítulo, que puede haberse
redactado en los primeros tiempos de
la liga tribal en Palestina,
certifica la coexistencia en aquella
época de agricultura y ganadería,
coexistencia que a los ojos de los
israelitas aparecía como algo
normal, y por ello el narrador la
habría proyectado a la época de los
primeros pobladores de la tierra.
El narrador presenta incluso al
salvado Noé como el reiniciador de
la vida agrícola. Y como ese relato
procede del círculo tradicional
judío del Escrito sacerdotal, quiere
decirse que, al menos para Judá, la
agricultura era una o la forma
normal de vida.
Las condiciones del país de
Palestina no parece que en la época
de los israelitas hubieran sido
mucho más favorables a la
agricultura de cuanto lo son en la
actualidad. Tal vez el país poseía
algo más de bosque que hoy; pero
tanto el clima subtropical, con una
temperatura anual media en torno a
los 17,2° C, como la distribución de
las lluvias debieron de ser
similares a las actuales.
Fértiles eran sobre todo las
llanuras; y terreno fértil y
cultivable lo ofrecían las
pendientes y cimas con su superficie
rojiza (‘adamah)
de tierra calcárea de erosión,
aunque su cultivo resultase más
difícil. Especialmente fértiles eran
el territorio de Galilea y la
Jordania oriental, con su lava
erosiva. Pero había también muchos
terrenos desérticos, esteparios y de
dunas. La cría de ganado menor era
perjudicial para la agricultura, al
destruir los pastos del bosque de
matorrales que retienen la humedad.
Las estaciones de cultivo se
orientaban por los períodos de las
lluvias. En octubre se podía contar
con las primeras lluvias, por lo que
los meses de octubre noviembre eran
la época de preparación del suelo.
La preparación de los campos
empezaba por la eliminación de
zarzales y cardos, que a menudo
había que repetir durante la época
en que crecían las siembras. Pero la
preparación de la siembra no siempre
se realizaba con el arado de madera.
A menudo se sembraba también sobre
el barbecho, que se araba después
para cubrir la semilla. Teniendo en
cuenta este procedimiento, se
entiende muy bien la parábola de
Jesús sobre la semilla como palabra
de Dios (Lc 8:515): la que cayó en
suelo no roturado, porque estaba
junto al camino, era roca o estaba
entre zarzales, fue semilla que no
prosperó o que lo hizo sólo
momentáneamente. La semilla podía
caer sobre el camino porque eran
muchos los senderos públicos que
cruzaban los campos de sembradío y
no siempre se podía evitar que la
semilla cayera sobre los mismos. Y,
prescindiendo de que el suelo a
menudo no tenía más que una capa
ligera de tierra fértil sobre la
roca, que sobresalía en muchos
puntos, en los campos de cultivo
también abundaban las piedras que
salían a la superficie al meter el
arado y con las que luego se
formaban los mojones de las lindes.
La lluvia y el rocío son también en
Palestina los factores más
importantes del crecimiento de las
plantas. En “invierno” la lluvia cae
abundante, a menudo incluso en
exceso y de forma violenta, de modo
que las aguas torrenciales de enero
dañan especialmente los campos de
las laderas arrastrando su escasa
capa de humus. Pero hay también
épocas de sequía: inviernos en los
que llueve muy poco o en los que no
llegan las aguas tardías (finales de marzocomienzos de
abril) tan importantes para la
maduración de las cosechas.
En esos períodos adquiere especial
importancia el rocío. En la montaña
y en las proximidades de la costa la
caída del rocío es muy abundante,
aunque se seque ya a los primeros
rayos del sol (a la transitoriedad
del rocío se refiere Os 6:4). A
pesar de ello en los meses estivales
(desde mayo) el rocío es el elixir
de la vida para el crecimiento de
las plantas. En el clima tropical de
la fosa del Jordán casi no cae rocío
alguno.
El tiempo de la siega para las
cebadas era desde mediados de abril
a mediados de mayo (empezando por la
cosecha en la fosa del Jordán,
siguiendo después las tierras
costeras junto al Mediterráneo, las
llanuras del interior y, finalmente,
las tierras altas). La siega de los
trigos se realizaba unas tres
semanas después de la siega de la
cebada. Cebada y trigo eran los
cereales más importantes, junto al
centeno, el mijo y la avena, estos
últimos de menor relevancia
económica.
La siega se realizaba separando la
espiga o bien con una hoz roma
dejando en el campo unos tallos
relativamente altos, o bien se
segaban más a ras del suelo con una
hoz más afilada.
En cualquier caso es importante
saber que los rastrojos no eran ni
con mucho tan altos como los que
podemos ver en la mayor parte de
nuestros campos.
Se conocía también el atado en
gavillas (Gen 37:7), aunque no
siempre era necesario, pues a menudo
las espigas estaban tan secas que
podían transportarse directamente
del campo a la era.
Para la trilla se llevaba la mies
seca con el tallo o paja hasta la
era del pueblo. Con un carro ligero
o con una
tabla enganchados se
hacía dar vueltas a un animal de
tiro sobre la parva, hasta que los
granos se desprendían de la paja.
En el caso de que quedasen tallos
largos se recogían a mano; pero
habitualmente después de la trilla
sólo quedaban el grano con la paja y
la cascarilla.
Para separar la cascarilla y paja
del grano se levantaba la parva con
una horquilla de madera de siete
dientes y se lanzaba contra el
viento; volaba así la paja, mientras
que el grano caía al suelo de la
era, por debajo de la pajilla
triturada, de modo que era fácil
separarlos entre sí. Con un bieldo
volvían a aventarse los granos para
terminar de separarlos de los restos
de paja.
La paja más basta se amasaba con
estiércol formando una especie de
briquetas que se utilizaban como
material de combustión, mientras que
la más fina se empleaba como forraje
para los animales.
La cosecha de grano se guardaba en
graneros, y las más de las veces
dentro de cántaros o tinajas.
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LA GANADERÍA.
Es la forma de economía típica del
nómada y del seminómada. Por lo que
hace al tipo de ganadería hay que
decir, en forma un tanto
esquemática, que a medida que se
estabiliza el asentamiento, mayor
importancia alcanza el ganado mayor,
sin que desaparezca por completo el
ganado menor.
El nómada y el seminómada crían el
ganado mayor (ganado vacuno) en las
proximidades de su campamento, bien
como animales de tiro para el carro,
bien (el seminómada) como animales
para el arado. Y naturalmente como
animales de carne más que como
productores de leche. Así, Abraham,
cuando recibe la visita de los tres
varones, corre al rebaño de vacuno y
elige un ternero para sacrificarlo
(Gen 18:7).
Los animales de tiro con que el clan
jacobita emigró a Egipto eran vacas
o bueyes, puesto que ya se conocía
la castración.
En la época del asentamiento firme
en Palestina el ganado vacuno
permanecía en los establos durante
el período de las lluvias más
intensas (de diciembre a febrero).
De acuerdo con las representaciones
que nos han llegado, parece que las
razas de vacuno fueron
principalmente el uro o
bisonte del Cáucaso y
el cebú los que mejor se aclimataron
en Palestina; cosa que por lo demás
ha ocurrido hasta hoy.
Sin embargo, la verdadera riqueza
agropecuaria del nómada y del
seminómada consistía en los rebaños
de ganado menor, de ovejas y cabras.
La oveja (de cola adiposa) daba
leche y lana y, como animal de
matadero, grasa y carne. La cabra
(Gen 37:31) daba leche y el estimado
pelo de cabra para la preparación de
cobertores y tiendas, como animal de
matadero daba carne, al tiempo que
la piel curtida y cosida servía para
los odres de la leche, el agua y el
vino. Y como animales de matadero,
tanto la oveja como la cabra eran
también los animales propios del
sacrificio religioso.
También cuando los inmigrantes se
asentaron definitivamente en Canaán
conservaron la forma de vida
seminómada durante largo tiempo, con
la cría de ganado menor como forma
de economía dominante. Sólo a partir
de la época de David, poco más o
menos, se equilibró en cierto modo
la balanza entre agricultura y
ganadería, y no porque esta última
retrocediese sino porque la
agricultura ganó terreno.
En el relato de Caín y Abel hay una
curiosa pincelada romántica sobre
las relaciones entre agricultura y
ganadería. Allí aparece Abel, que
era pastor y ofrecía las primicias
de su ganado, como un hombre grato a
Dios por sus sacrificios. Sin duda
que el propósito de la narración no
es contraponer al agricultor y al
ganadero; pero no puede negarse que
se percibe una cierta animadversión
contra el agricultor. ¿Contradice
esto la línea histórica que antes
hemos expuesto acerca de la
agricultura?
¿Tal vez se puede reconocer aquí uno
de los motivos de disensión entre
las tribus? Porque no cabe duda de
que en las tribus había diferentes
tradiciones, de las que las
tradiciones de nomadismo no eran
comunes a todas las tribus. Ahora
bien, los portadores de una
tradición nómada sin duda que no
estaban conformes en su totalidad
con el paso a una agricultura
preponderante. Para ellos la vida
seminómada y el oficio de pastor
constituían a la vez una tradición y
un ideal. Ese ideal del oficio
pastoril debió de cultivarse
especialmente en el sur, donde la
imagen del pastor serviría más tarde
como modelo de la figura del rey;
esta tradición la podemos percibir
así mismo en el lenguaje de Jesús
(Jn 10:118). Es, pues, perfectamente
posible que en el motivo de la
oposición entre Caín, el agricultor,
y Abel, el pastor, y en la
preferencia por este último se haya
conservado un ideal nómada,
nostálgico y romántico, de la época
en que la agricultura empezaba a
desempeñar un papel cada vez más
importante en la vida del pueblo.
Entre el ganado mayor, el camello
sólo alcanza una cierta importancia
en la vida de Israel a partir del
período monárquico, mientras que
entre los nómadas del desierto, y
especialmente los árabes, y entre
los pueblos mercaderes, como los
madianitas y los fenicios, ya era
conocido desde la edad del Bronce
(y, por tanto, desde el tiempo de
los patriarcas); y en concreto el
camello de una sola joroba, o
dromedario. David puso a un árabe al
cuidado de sus rebaños de camellos.
La carne de camello era impura; pero
se permitía beber la leche de las
camellas.
Antes de que el camello se utilizase
como animal de montura y de carga,
ya conocía Israel el asno y el mulo;
los caballos no se utilizaron como
cabalgaduras ni como animales de
carga.
En la avicultura prevaleció desde
los primeros tiempos del
asentamiento la paloma, que se
criaba en palomares. La paloma se
daba en Palestina como ave salvaje
en varias especies y tipos;
especialmente en la especie de streptopelia turtur o
tórtola (con las especies de paloma
zumbona y tórtola propiamente dicha)
y en el género de paloma de campo,
al que pertenece también la paloma
de las rocas (columba livia),
de la que deriva en Palestina la
paloma doméstica.
La paloma era
ave de sacrificio, hasta el punto de
que en Israel no se podía sacrificar
ningún otro volátil con fines cultuales.
Ya en los relatos primitivos, que
son del Yahvista,
se menciona a la paloma como animal
de sacrificio (Gen 15:9). El libro
del Levítico la prescribe repetidas
veces como ofrenda sacrificial,
con lo que el sacrificio de las
palomas está certificado para los
siglos VIIVI a.C. Y la cita
frecuente y amable de la paloma en
el libro de Jeremías confirma la
popularidad del animal en esa época.
Como sacrificio de purificación de
la madre (Lev 12:68; cf. Lc 2:24),
como sacrificio de purificación del
varón (Lev 15:14) y cual sacrificio
de rescate del de los nazireos,
la paloma fue uno de los animales
más habituales en los sacrificios
(cf. Núm 6:10), siendo además el
sacrificio por antonomasia de los
pobres (Lev 5:7; 12:8; 14:22). Los
numerosos sacrificios de palomas —
pues precisamente los sacrificios de
purificación eran los más frecuentes
— indujeron a los mercaderes a
montar en el atrio del templo sus
puestos de venta sobre todo bien
provistos de palomas (Mt 21:12 y
par).
La paloma como símbolo aparece en
los relatos del Escrito sacerdotal a
propósito de las historias de Noé
(Gen 8:812). Pero es un símbolo de
difícil explicación. Con seguridad,
más tarde la paloma pasó a ser
símbolo de la comunidad israelita
(cf. StrackBillerbeck sobre
Mt 3:16). Si también se la consideró
como símbolo del espíritu (de la
fuerza) de Dios, no es algo que se
demuestre por los escritos
rabínicos; pero el relato del
bautismo de Jesús (Mt 3:16) permite
suponerlo como verosímil. Puesto que
se trata de la unción mesiánica de
Jesús por el Dios invisible, subyace
ciertamente una conexión ideológica
con la paloma de Noé (Gen 8:11) que
regresó al arca con una rama de
olivo. Pero en el bautismo de Jesús
no podemos ver a la paloma cual
símbolo del Espíritu Santo como
tercera persona de la Trinidad, pese
a que posteriormente se tomase la
paloma como símbolo precisamente de
la persona del Espíritu Santo.
La imagen, hoy frecuentemente
utilizada, de la paloma sobre las
aguas del abismo del tiempo de la
creación, que quiere recoger la
frase “el espíritu de Dios se cernía
sobre las aguas” (Gen 1:2), se
remonta sin duda al relato neotestamentario del
bautismo de Jesús más que a imágenes
anteriores. Los escritos rabínicos
nada saben de una paloma como imagen
del espíritu creador.
Las gallinas eran conocidas desde
aproximadamente el 600 a.C. (y
fueron introducidas desde la India a
través de Mesopotamia); pero en
tiempos antiguos no tuvieron una
gran expansión. Sólo en la época
romana (desde el 60 a.C.) se dio una
cría más extensiva de las
gallináceas. El lamento de Jesús
sobre Jerusalén: “¡Cuántas veces
quise reunir a tus hijos, como una
gallina cobija a los polluelos bajo
sus alas...!” (Mt 23:37) constituye
una alusión cargada de fuerza a la
simpatía de que gozaba la cría de
gallinas.
SUBIR A INDICE
LA PESCA.
Aparece en el NT como una fuente
importante de ingresos, y los peces
como un alimento importante; y no
sólo para Galilea, que contaba con
un caladero notable en su abundoso
lago de Genesaret. La pesca aparece
junto al pan como un alimento
cotidiano: “¿Acaso hay entre
vosotros un padre, que habiéndole
pedido su hijo un pescado, en lugar
del pescado le dé una serpiente?”
(Lc 11:11). Además del pan, era una
provisión habitual para el camino,
como lo prueban las palabras de
Andrés antes de la multiplicación de
los panes (cf. Jn 6:9).
Cierto que en el AT ni la pesca ni
el pescado como alimento cotidiano
aparecen con tanta frecuencia; pero
no hay duda de que eran frecuentes
como actividad profesional y como
plato. En Egipto el pescado en
salazón, frito en aceite, y el
pescado desecado fueron durante
siglos pitanza popular como
companaje. Así pues, al menos los
israelitas salidos de Egipto
debieron de conocer ya la pesca y la
consumición del pescado ya desde
allí (cf. Núm 11:5). También el
Mediterráneo y el lago de Genesaret
invitaban a los habitantes veterotestamentarios de
sus costas a la captura y saboreo de
sus pescados abundantes. La “puerta
de los Peces” y el “mercado del
pescado” en Jerusalén (cf. Sof 1:10
y Neh 3:3) testimonian incluso el
comercio del pescado de la ciudad
santa de época del AT, y podemos
concluir que en ese tiempo se
practicaron también en Palestina las
salazones de pescado.
Dado que varios de los apóstoles
eran pescadores, la pesca y el
pescado juegan un papel importante
en el NT. Se pescaba principalmente
con redes, de las que el Evangelio
de Mateo nos da tres tipos:
Diktya (en
griego): un instrumento de captura
que sólo se designa en forma plural
porque constaba de varias redes;
generalmente eran tres las redes
superpuestas, de 10 a 20 m de largas
y cada una con el entramado más
tupido, teniendo la primera
aproximadamente unos 12 cm de
ojo y la última alrededor de 2,5 cm.
Flotadores de madera o de corcho
sostenían un extremo de la red sobre
la superficie del agua, mientras que
el otro extremo se hundía por medio
de piedras o plomadas fijas al
mismo. Con remos o pértigas eran
empujados los peces hacia las redes.
Tales debían de ser las redes que
Santiago y Juan estaban remendando
cuando los llamó Jesús (Mt 4:20).
Amphiblestron (nombre
griego): un instrumento de captura
ribereño, con el que también se
pescaba de día; se trataba de un
esparavel, una red redonda, con
piedras fijas en los bordes. Se
lanzaba plano sobre el agua o se
extendía sobre la misma y cerca de
la orilla desde un bote; mientras se
hundía empujaba a los peces hacia
arriba trabándolos en su malla. Con
tal red pescaban Simón y Andrés al
ser llamados por Jesús (Mt 4:18).
Sagene (también
nombre griego): una red de arrastre
de 150 a 250 m de larga por 3,5 a 5
m de ancha, siendo más ancha por el
centro que por los extremos; era la
red adecuada para la pesca en alta
mar. Las más de las veces era arrastrada
por dos barcos. Por lo general esta
red barredera se recogía en el mar,
se sacaban los peces capturados y la
red volvía a lanzarse al agua para
el viaje de regreso, arrastrándola
hasta tierra con las posibles nuevas
capturas (Mt 13:47). Tal era
probablemente la red que los
apóstoles habían empleado la noche
antes de la “pesca milagrosa,” y la
que utilizaron en dicha pesca,
aunque Lucas habla de dlktya en
ese pasaje.
Luego que las barcas atracaban por
la mañana, los peces eran puestos en
salazón y una parte se vendía de
inmediato. Antes se asaba algo de la
captura como desayuno de los
pescadores. Eso es lo que se hace
ahora y se hacía también en tiempos
de Jesús (cf. Jn 21:914).
Una vez puestos los peces en salazón
o vendidos, el pescador limpia sus
redes y se echa a dormir. Por la
tarde repara su embarcación y
remienda las redes. Y si le es
posible, realiza pequeñas capturas
cerca de la orilla. Por eso hay que
representarse la llamada de Simón y
de Andrés, así como la de Santiago y
Juan, al caer la tarde: Simón y
Andrés lanzaban al lago sus
esparaveles; Santiago y Juan
recomponían sus redes (Mt 4:1822).
No conocemos con detalle los tipos
de barcas pesqueras que se
utilizaban en el lago de Genesaret
en tiempos de Jesús. Pero cabe
suponer que las mayores iban
provistas de velas y remos, timón y
ancla. El “cabezal” al que se
refiere Mc 4:38 (tempestad en el
lago) era sin duda un cojín
parachoques que se colocaba en la
borda para evitar que, al entrar en
contacto dos embarcaciones, se
produjeran choques violentos y
desperfectos.
EL COMERCIO.
Éste se convierte en elemento básico
de la economía en el mismo instante
en que el hombre produce o se
procura más de lo que necesita para
subsistir. Y en esa situación hay
que ver al Próximo Oriente en
general en tiempos de los patriarcas
y de los israelitas.
El país de Canaán era especialmente
adecuado para el comercio, no tanto
como país exportador sino como país
de tránsito, ya que era el puente de
tierra entre los grandes imperios de
Egipto y Mesopotamia. De ahí que los
cananeos y especialmente los
fenicios fueran mercaderes. Así
pues, las grandes vías de
comunicación entre Egipto y
Mesopotamia no fueron sólo vías para
el paso de los ejércitos sino
también vías comerciales.
Hay que decir, no obstante, que
ninguno de los lugares importantes
de la Biblia (ni Jericó ni Jerusalén
ni Hebrón ni
Samaría) se encuentra en alguna de
esas grandes vías; todas esas
ciudades se encuentran en las
conexiones transversales más
importantes, como son las que unen,
por ejemplo, Jerusalén y Jericó,
Jerusalén y Samaría pasando por Sikem,
Jerusalén y Hebrón.
Esa ubicación de los lugares de
Israel responde precisamente a su
posición comercial. Israel nunca
perteneció a los grandes países
comerciales del Próximo Oriente. Era
un pueblo de pastores y campesinos,
que practicaba el comercio con sus
productos y para sus necesidades en
el marco de un comercio interurbano.
La única excepción la constituyó
Salomón (cf. los artículos sobre su
comercio por mar y por tierra). Pero
ese comercio salomónico a gran
escala cesó por sí solo tan pronto
como, a la muerte del soberano, su
reino se dividió en sus dos
componentes principales.
El reino de Judá, que desde entonces
quedó al margen de las grandes vías
comerciales, desapareció por
completo del gran comercio
internacional. Sólo el rey Amasias,
que consiguió recuperar la llamada
“vía oriental” a través de la Araba
hasta el golfo de Akabá,
volvió a dar a Judá la posibilidad
de tomar parte en el comercio
ultramarino, como harían más tarde
los reyes macabeos.
El reino de Israel gozaba de
condiciones algo más favorables. En
su territorio se encontraba el paso
de Meguiddó y
la vía de enlace que discurre a
través de la llanura de Yizreel.
Además, el rey Omrí entabló
buenas relaciones con Tiro y Sidón;
y la misma dinastía supo restablecer
el comercio con Damasco, de modo que
Israel tenía sus bazares en la
capital siria,
mientras que Damasco los tenía en
Samaría. Pero todo ello no pasaba de
ser el comercio necesario entre
vecinos.
Lo que no se puede en ningún caso es
hacer derivar el posterior genio
comercial judío del hecho de haber
habitado en el país comercial y de
tránsito que fue Canaán. Más bien
podrían calificarse de
subdesarrolladas las componentes
comerciales en la vida económica de
Israel. Al comercio en especie y en
dinero sólo se dedicó el judaísmo
del destierro y de la diáspora:
primero en Babilonia, aunque también
en las colonias surgidas, en parte,
de los deportados tras la caída de
Samaría (722 a.C.), y de nuevo tras
la disolución del Estado judío por
los romanos (135 d.C.). Esa
evolución es resultado del destino
judío. Hasta entonces los mercaderes
habían sido para los israelitas los
“vagabundos,” designación que no
tenía nada de aduladora.
EL DINERO.
La concepción popular quiere que la
economía monetaria haya terminado
con la economía del trueque en
especie, y que la economía del
dinero represente una forma de
economía superior a la economía del
intercambio de productos naturales.
Sin embargo, la historia general de
la economía ha demostrado que la
economía del trueque y la del dinero
no representan escalones distintos,
sino simplemente formas diversas de
comercio: el comercio en especie
siguió prevaleciendo en el ámbito
local y regional cuando el comercio
entre los pueblos y países ya había
impuesto desde largo tiempo atrás la
economía monetaria. Sólo después que
esa economía del dinero adquirió
carta de ciudadanía también en el
comercio entre vecinos puede
hablarse de tal economía como de un
“escalón” o estadio, aunque habría
que evitar considerarla como algo
superior al trueque. No hay por qué
ver esa abstracción absoluta, que se
introdujo con la plena economía
monetaria, como una forma superior,
sobre todo cuando se advierte adonde
puede conducir al hombre y a la
sociedad la economía del dinero.
También el período del AT conoce ya
la economía del dinero. Los tributos
a soberanos extranjeros se pagaban
por lo general en dinero, aunque no
siempre. Se mencionan, en efecto,
rebaños, utensilios preciosos,
tierras, ciudades y cosechas, como
tributos y cuales medios de pago.
Por las mismas fechas se pagaban los
jornales en especie o en dinero.
Todavía en tiempos de Jesús los
sacerdotes recibían sus emolumentos
en especie, mientras que los
mercenarios de David, mil años
antes, ya recibían dinero por sus
servicios. Por otra parte, y también
en tiempo de Jesús, las ofrendas
para los sacrificios sólo podían
pagarse con dinero, mientras que las
aportaciones de las tribus a la
corte de David y Salomón se
realizaban en especie. Es decir, que
ya en tiempos de la monarquía
existían ambas formas de economía;
pero hasta la época de Jesús
coexistieron el pago en especie y el
pago en dinero. Una ampliación
fundamental de la economía monetaria
en el Próximo Oriente se inició en
el siglo VI a.C., cuando los persas
impusieron su dominio.
El pesaje del dinero pertenece a la
forma primitiva del pago monetario.
El oro, la plata o el bronce se
partían en trozos manejables, en
forma de barras, anillos o lenguas,
aunque al principio sin acuñar. A
continuación se pesaban en una
balanza con pesas ya contrastadas.
Los mercaderes llevaban consigo una
balanza y en una bolsa la pesas (que
primero fueron de piedra y más tarde
de plomo). El siclo (seqel)
tirio como unidad de peso de
(aproximadamente) 16,32 g es una
convención por la que el “peso”
simplemente se establece como un
peso determinado; ese siclo tirio se
adoptó también en Israel como el
peso sagrado o como la unidad
monetaria sagrada. La unidad
monetaria de peso contrastado que
era el seqel deriva
del verbo saqal (pesar).
También en las lenguas europeas
existen todavía nombres de monedas
que remiten al viejo uso de pesar el
dinero (sin acuñar); tal ocurre con
“libra,” “lira,” etc.
Así pues, en los comienzos el
intercambio de dinero era una
compensación en peso de distintos
tipos de dinero: piezas mayores por
las correspondientes piezas de menor
tamaño, peso de metales preciosos
por otros de menor valor. Los
intercambios monetarios en el
sentido actual sólo existen desde la
aparición de piezas acuñadas con
indicación de su valor.
En la Palestina de tiempos de Jesús,
y muy especialmente en Jerusalén y
en el templo, el intercambio de
dinero representó un papel muy
importante. Por ejemplo, en los
censos militares el rescate había
que pagarlo en siclos (seqel):
en evitación de las catástrofes
mortales que podían desencadenarse
con ocasión del censo, ya que con él
se sometía la propia vida a una
determinada misión; mediante la
ofrenda sagrada del dinero, y
concretamente de medio siclo, al
templo, en cierto modo uno se
devolvía al Señor (Ex 30:1116, una
ley que procede del Escrito
sacerdotal). Además el impuesto del
templo había que pagarlo en el
antiguo peso “sagrado” del siclo,
como “un tercio de un siclo” (Neh
10:33). Probablemente había otras
ofrendas que requerían el cambio en
siclos, y no sólo para proporcionar
así la unidad adecuada, sino también
para honrar al templo, el servicio
litúrgico y, por tanto, al Señor
mediante la unidad monetaria propia
de Israel.
El dinero de las limosnas, que se
echaban en los cepillos de las
ofrendas, no tenía que ser
necesariamente el siclo. Pero de
hecho lo requería el respeto a Yahveh,
por cuanto que no se podía utilizar
ninguna moneda que llevase la imagen
de algún ídolo o la efigie de algún
soberano. Como tales monedas había
que cambiarlas de continuo por
monedas correctas y dignas del
templo, el cambio en Jerusalén llegó
a ser un negocio muy extendido.
También en el templo, en el atrio
exterior (“atrio de los gentiles”),
estaban los cambistas (Mt 21:12),
que por el cambio cobraban un
pequeño recargo en forma de una
monedita (kollybos),
moneda de la que se derivó la
designación griega de los cambistas: kollybistes.
El depósito del dinero se hacía —
cuando se tenía mucho — en las
cámaras del tesoro, que podía ser
las del rey o la cámara del tesoro
del templo. El tesoro del templo postexílico,
y también el del tiempo de Jesús,
parece que funcionaba como una
especie de banco, en el que
cualquiera podía depositar su
dinero. Los particulares
probablemente depositaban su dinero
en cántaros, que solían ser los
recipientes para todo.
Para proteger el dinero (guardado en
cántaros) contra los ladrones se le
solía enterrar. Todavía en tiempo de
Jesús era ésta la forma más
corriente de guardar el dinero (cf.
Mt 25:15). Así se hacía sobre todo
en tiempos de guerra y antes de la
huida o la deportación. Y como
muchos no volvían a su casa después
de haber huido, eran frecuentes los
hallazgos de tesoros, como el que
recuerda la parábola del que
encontró “un tesoro en el campo” (Mt
13:44).
El dinero que se llevaba encima se
guardaba en el cinturón. Así lo
certifica también el texto del NT:
“No llevéis oro... en vuestros
cinturones” (Mt 10:9). Por lo demás,
había también bolsas de cuero
especiales para el dinero, si bien
la palabra para indicar la bolsa,
funda (palabra latina), en los
primeros tiempos cristianos a menudo
se empleaba para designar
precisamente el cinturón. Lo que
indica hasta qué punto se
consideraba como la genuina “bolsa
del dinero” el cinturón de paño
cosido.
Las monedas corrientes en tiempos
del AT y del NT no eran tan
uniformes como las que hoy circulan.
Simultáneamente había en circulación
monedas diferentes, consecuencia
ineludible de los frecuentes cambios
de soberano. El nuevo gobernante,
además de acuñar sus propias
monedas, dejaba en circulación — al
menos durante algún tiempo — las que
hasta entonces habían circulado. A
ello se añadía que el Gran Rey y más
tarde el emperador o el gobierno
supremo concedían a los reyes
sometidos, a las ciudades y aun a
sus propios gobernadores,
procuradores o cualesquiera otros
gobernantes el que acuñasen en las
provincias monedas menores para uso
local y para el tráfico provincial.
Ello dio origen a que las monedas de
oro y de plata fueran las monedas
imperiales (del Gran Rey o del
emperador), mientras que las monedas
de cobre eran las monedas
provincianas o ciudadanas en
circulación. Entre esas monedas de
cobre se distinguían las de cobre
amarillo (azófar, latón), más
valiosas, de las de cobre rojizo (de
estaño y bronce). En tiempo de Jesús
la base de todas las compensaciones
monetarias era el sistema monetario
romano impuesto por el emperador
Augusto.
En todos los valores de ese sistema
monetario se emitían monedas por la
casa de acuñación imperial; aunque
también los procuradores de JudeaSamaría acuñaban
monedas romanas.
Al lado del sistema romano estaba el
griego, acuñado por los cesares
romanos en cuanto que soberanos de
Grecia y del Oriente, que también
permitían acuñarlo a otros centros
comerciales griegos u orientales.
Sin embargo, y con el fin de
equiparar entre sí las unidades
romanas y griegas, o de beneficiar a
la moneda romana, el banco imperial
de Roma establecía para el dinero
griego una circulación determinada,
fijando por ejemplo el valor de la
dracma griega en tres cuartos de un
denario.
En una doble lista relacionamos las
unidades monetarias más importantes
de ambos sistemas.
SUBIR A INDICE
UNIDADES MONETARIAS GRIEGAS.
El talento es la designación de una
suma, sin que señale una moneda
determinada.
La mina era, al igual que el
talento, la designación de una suma,
aunque en el uso parece que tenía
una relación fija con la dracma; por
ello podría figurar en el cuadro
siguiente como una unidad mayor,
aunque no era una moneda como las
otras:
Mina (mna)
1
Plata
Tetradracma
25
1
Plata
Didracma (estater)
50
2
1
Plata
Dracma
100 4
2
1
Cobre
Óbolo
600 24
12
6
1
Cobre Khalkos
4800 192
96
48
6
Unidades monetarias romanas (sistema
del emperador Augusto):
Oro
Áureo
1
Plata
Denario
25
1
Cobre amarillo
Sestercio
100 4
1
Azófar Dipondio
200 8
2
1
Cobre rojizo
As
400 16
4
2
1
Cobre rojizo Hemiás
800 32
8
4
2
1
Cobre rojizo
Cuadrante
1600 64
16
8
4
2
No está claro si el griego lepton era
medio cuadrante. Muchos numismáticos
piensan que el pasaje de Mc 12:42 se
interpreta mal al entenderlo como si
la pobre viuda hubiese echado en el
cepillo de las ofrendas “dos lepta o
un cuadrante.”
El talento aparece tanto en el libro
de Tobías (4:20) como en los
Evangelios, en la parábola de los
talentos (Mt 25:1430), que en el
texto paralelo de Lucas es
sustituido por la mina (Lc 19:1127).
Talento y mina son designaciones
monetarias griegas.
Pero ni el talento ni la mina son
nombre de una moneda, sino valores
globales; ambas son designaciones
que se refieren al viejo uso del
pesaje del dinero; de ahí que, por
ejemplo, Lutero traduzca
talento por quintal (Zentner)
y mina por libra (Pfund).
Y tampoco puede calcularse ese valor
global, porque falta el dato de si
se trataba de monedas de oro, de
plata o de cobre. Cabe suponer, sin
embargo, que al descansar la moneda
corriente en una aleación de plata,
también los talentos o las minas lo
fuesen.
Lo mismo cabe decir de la parábola
del siervo despiadado que debía a su
señor 10000 talentos (cf. Mt
18:2334).
Las monedas de plata aparecen, entre
varios otros pasajes, en las
historias de José, en el profeta
Zacarías y en los Sinópticos. Las
que más nos interesan son las
“treinta monedas de plata” que Judas
obtuvo por entregar a Jesús. Los
evangelistas Marcos y Lucas no dan
ninguna suma en su relato, y hablan
simplemente de que Judas recibió
dinero a cambio (Mc 14:11; Lc 22:5).
Mateo habla de treinta piezas de
plata (Mt 26:15). Cabría conjeturar
lo que significan esas “monedas de
plata,” porque la “moneda de plata”
no era en tiempo de Jesús una moneda
que pueda establecerse con
seguridad, por lo que podrían
entenderse todas las monedas
acuñadas en plata: denarios,
dracmas, didracmas (estater),
tetradracmas y siclos. Pero con la
fijación de una determinada moneda y
con la valoración consiguiente de
los honorarios de la traición de
Judas nos apartaríamos de lo más
importante, a saber: de un pasaje
del profeta Zacarías, que Mateo
tiene ante los ojos al señalar el
precio de la traición en treinta
piezas de plata: “Yo les dije: Si os
parece justo, dadme mi recompensa;
de lo contrario, dejadlo. Y así
pesaron mi recompensa: treinta
piezas de plata. Entonces me dijo el
Señor: ¡Arrójasela al fundidor! (o
bien: ¡Arrójala a la casa del
tesoro!). Alto es el precio que yo
les merezco. Y yo tomé las monedas y
las arrojé en la casa del Señor, al
fundidor” (Zac 11:1213).
Como las “treinta piezas de plata”
de Mt 26:15 son una referencia a Zac 11:1213,
no tienen un valor monetario, sino
un valor simbólico. El pasaje zacariano menciona
la suma de treinta piezas de plata,
por las que han de entenderse
concretamente siclos (con
aproximadamente 540 g de plata),
como precio que las ovejas pagan por
su buen pastor; y ese precio es
considerado como una afrenta; y como
tal ha de tenerse cuando ya hacia el
1200 a.C. la suma establecida para
la compensación por un esclavo
muerto por negligencia era de
treinta piezas de plata (Ex 21:32),
y esa suma había ya perdido buena
parte de su valor.
Por lo demás, en tiempos de los
patriarcas esa compensación se
estipulaba en la suma de veinte
piezas de plata, que era también el
valor corriente de un esclavo. De
conformidad con ello, la suma
originaria por la que los hijos de
Jacob vendieron a su hermano José se
estableció en veinte monedas de
plata (Gen 37:28). En tiempos de
Moisés, el precio era ya de un
cincuenta por ciento más alto, de
acuerdo con la cotización del
dinero. En la época siguiente no
siempre se cambiaron las sumas en la
legislación de conformidad con la
devaluación indicada; por otra
parte, los valores nominales que a
veces se dan en las traducciones se
deben al esfuerzo por establecer
precisamente los precios en vigor.
La dracma sólo aparece una vez en el
NT: en la parábola de la dracma
perdida (Lc 15:810). Por tal dracma
hay que entender la dracma griega,
que como unidad monetaria se acuñó
por última vez en el reino de
Capadocia, y cuya acuñación
volvieron a aceptar los emperadores
romanos después de la incorporación
de Capadocia al imperio. Su valor en
plata se fijó en tres cuartas partes
del denario romano. En la parábola,
pues, la dracma es tratada como una
moneda de valor real; ello explica
la emoción de la mujer al recuperar
su dinero perdido.
Más tarde, inmediatamente después
del reinado de Nerón, la dracma
entró en una devaluación constante
hasta convertirse en una moneda
fraccionaria. Ello permite concluir
la época de la formulación
definitiva de dicha parábola. El
redactor del Evangelio de Lucas debe
de haber utilizado una colección de
parábolas, terminada
(aproximadamente) en tiempos de
Nerón, mientras que el Evangelio no
se redactó definitivamente hasta más
tarde.
Por lo demás, la parábola de la
dracma apunta a un uso, que se daba
entonces y todavía se sigue dando
hoy ocasionalmente: la oriental
llevaba su amparo para la vejez en
cadenas de adorno, hechas con
monedas relucientes, para la cabeza
y el cuello. Tales monedas las
recibía como regalo de boda o con
ocasión de algún buen negocio
realizado por su marido. Las
ensartaba, y muchas de esas monedas
eran una prueba del favor de su
marido. Por la cadena de monedas
podía colegirse el prestigio de que
la mujer gozaba en la familia.
La mujer de la parábola no era una
señora especialmente rica: sólo
tenía dos dracmas. Por eso tenían
para ella tanto valor; las buscó
hasta encontrarlas y de nuevo pudo
ensartarlas en un hilo.
El denario pertenecía a las monedas
romanas de plata. Y era la pieza más
corriente (con 3,9 g). Como era la
de mayor circulación, aparece
también con bastante frecuencia en
el NT, cuyos sucesos se desarrollan
en la Palestina de la época romana.
Resulta difícil indicar el valor
exacto de tal denario. Pero tenemos
una indicación aproximada del mismo
en la parábola de los obreros de la
viña (cf. Mt 20:116), cada uno de
los cuales recibe un denario como
jornal. También puede ayudar a
establecer su valor el dato de que
el samaritano de la otra parábola
diese dos denarios al hostelero para
que cuidase del hombre asaltado y
herido por los bandoleros, ya que
con los dos denarios podía cuidarle
y alimentarle durante varios días.
Así pues, un denario era un buen
jornal. Doscientos de tales denarios
tenía en caja el grupo de los
apóstoles, cuando Jesús les preguntó
si tenían algo para poder dar de
comer a cinco mil personas (Mc 6:37;
Jn 6:7). En trescientos denarios se
estima el valor del perfume con que
María ungió los pies de Jesús en
casa de Simón el Leproso (Mc 14:3ss;
Jn 12:3ss).Cf. asimismo las
parábolas de Lc 7:41 y Mt 18:28. El
denario era también la moneda romana
para pagar el impuesto personal.
SUBIR A INDICE
PESOS Y MEDIDAS DEL PERÍODO BÍBLICO.
No los conocemos todavía con
precisión. Por lo demás las últimas
excavaciones han corregido parte de
lo que sabíamos de medidas.
Medidas de longitud.
1 vara = 2 codos = 6 anchos de mano
= 24 dedos = aprox. 44 cm
1 codo = 3 anchos de mano = 12 dedos
= aprox. 22 cm
1 ancho de mano = 4 dedos = aprox.
7,3 cm
1 dedo = aprox. 1,8 cm
(“Según la medida antigua”).
1 vara = 2 codos = 6 anchos de mano
= 24 dedos = aprox. 52 cm
1 codo = 3 anchos de mano = 12 dedos
= aprox. 26 cm
1 ancho de mano = 4 dedos = aprox.
8,7 cm
1 dedo = aprox. 2,2 cm
Ésta es la medida que empleó
Ezequiel en su descripción del
templo. Egipto utilizaba las mismas
medidas: la vara mayor era la “vara
real.” En Babilonia la vara era de
49,5 cm y
la “vara real” de 55 cm.
LAS MEDIDAS VIARIAS.
Eran muy globales: un tiro de
piedra, un tiro de arco, una jornada
o día de viaje (unos 35 km); un
“camino de sábado” comportaba unas
2000 varas, aproximadamente un km.
Desde la época helenística se medía
también con el “estadio”: unos 200
m. En la época romana la “milla”
comprendía 1000 pasos dobles, lo que
hacía aprox. 1,5 km.
MEDIDAS DE SUPERFICIE.
1 campo era lo que podría labrarse
con una yunta de bueyes un día de
trabajo.
1 surco era la parte indeterminada
de un “campo”; también servía como
medida de superficie la cantidad de
semilla que se necesitaba para un
campo.
Medidas de capacidad (para áridos).
1 jomer (kor)
= 10 ‘epah =
30 se’ah =
180 qab =
aprox. 220 l
1 ‘epah =
3 se’ah =
18 qab =
aprox. 22 l
1 se’ah =
6 qab =
aprox. 7 1/3 l
1 qab =
aprox. 1 2/9 l
MEDIDAS DE CAPACIDAD (PARA
LÍQUIDOS).
1 jomer =
10 bat = 60 hin =
720 log = aprox.
220 l
1 bat = 6 hin =
72 log = aprox. 22
l
1 hin =
12 log =
aprox. 3 2/3 l
1 log =
aprox. 1/3 l
El bat se utilizó también como
medida de áridos (=1 ‘epah).
Desde la época helenística fue
corriente la “medida” (metretes),
que era un jarro de unidad por el
que se medían los otros jarros. Su
capacidad era de 39 1. Así, pues,
los jarros o tinajas de Cana con sus
“dos o tres medidas” contenían cada
uno 100 1 (cf. Jn 2:6).
PESOS.
Eran por lo general de piedra, con
las que también en tiempos antiguos
se pesaba sobre todo el dinero (cf.
al comienzo de este artículo):
1 talento = 60 minas = 3000 siclos =
6000 beqa’
= 60 000 gerah =
36 kg
1 mina = 50 siclos = 100 beqa’
= 1000 gerah =
600 g
1 siclo = 2 beqa’
= 20 gerah =
12 g
1 beqa’
= 10 gerah =
6 g
1 gerah =
0,6 g
En Jn 12:3 se da como medida del
peso del perfume la litra o
libra siria,
con un peso de 273 g.
Las indicaciones de peso en gramos
señalan el peso medio. El siclo, que
representaba la unidad básica,
oscilaba entre 11,17 y 12,2 g. Esas
oscilaciones no ha hecho
sino confirmarlas la arqueología,
aunque todavía no se haya encontrado
la razón.
Es digno de notarse que en todas las
medidas se superponen los más
diversos sistemas: el hexagesimal y
duodecimal especialmente con el
decimal, aunque se conservan también
huellas de un antiquísimo sistema
basado en el cinco.
LA PROPIEDAD.
Como concepto abstracto aparece
relativamente pocas veces en la
Biblia; pero los detalles y
peculiaridades de la propiedad se
mencionan con tanta frecuencia que
el concepto de propiedad hay que
definirlo como propiedad privada,
aunque se han de establecer ciertos
límites. José califica a su padre y
a sus hermanos como “criadores de
ganado” (Gen 46:32), y el rey Ajab no
puede adquirir la viña de Nabot,
si éste no quiere (cf. 1Re 21:14).
Ello supone un firme concepto de
propiedad privada, como el que da a
entender la legislación del
decálogo: “No robarás... No desearás
la casa de tu prójimo. No desearás
su esclavo ni su esclava, ni su buey
ni su asno, ni cosa alguna que
pertenezca a tu prójimo” (Ex
20:1517). El Deuteronomio agrega:
“ni su campo” (Dt 5:21). La
problemática sobre el tiempo en que
se formularon tales relatos y leyes
podemos dejarla de lado, porque en
la Biblia no hay pasaje alguno que
ponga en tela de juicio la propiedad
privada como derecho, y sólo eso
justificaría una reflexión sobre el
tema. Pero hay sin duda
convicciones, usos y leyes que
sitúan la propiedad en su luz
adecuada, condenan el abuso de la
propiedad privada y pretenden
impedir el empobrecimiento.
Hasta la época de los primeros
relatos con intención doctrinal —
digamos que hasta el tiempo de la
conquista del país — se remonta el
convencimiento de que la tierra que
Israel ha conquistado combatiendo en
Canaán le ha sido otorgada por Yahveh.
La fe en la promesa, que se refleja
en las historias de los patriarcas y
en las historias de la salida de
Egipto, no dice sino que Yahveh,
el Señor soberano de los hombres y
de las cosas, ha dado esa tierra a
Israel. Y puesto que Israel es
propiedad de Dios, también la tierra
es propiedad de Yahveh,
y que en el fondo se trata de un
préstamo. Se la ha repartido a las
tribus y las tribus la repartieron
entre las familias mediante sorteo y
conquista. Y entre tales
propietarios ha de continuar
repartida.
Ese convencimiento general de que la
posesión repartida es la base
existencial de la familia y que no
se puede forzar ninguna venta de la
misma es el que da ánimo a Nabot para
denegar al rey Ajab su
viña. Mediante la participación en
esa tierra otorgada por Dios el
israelita se asegura su salvación,
que Dios procura al pueblo por él
elegido. Ese convencimiento fue el
que introdujo el matrimonio con la
cuñada. Y ese convencimiento es el
que indujo a Isaías a clamar contra
los ambiciosos de tierras y contra
los grandes terratenientes (Is
5:810). Finalmente, ese
convencimiento y las malas
experiencias con gentes que, pese a
todo, se alzaban con la propiedad de
tierras, es lo que en la época del
llamado Escrito sacerdotal indujo a
codificar la legislación sobre el
año jubilar. Y aunque dicha ley
apenas si tuvo efectos prácticos, no
deja de ser un programa y como tal
apunta a las concepciones sociales
con las que se protegía la propiedad
contra los acaparadores del suelo.
SUBIR A INDICE
LA ALIMENTACIÓN.
¿Qué comía Abraham? ¿Qué comía
David? ¿Qué comían Jesús y sus
apóstoles? El alimento principal era
el pan, seguido de carne y pesca.
Las verduras se cultivaban en
huertos, ya desde la época en que
los jacobitas vivieron en Egipto, y
naturalmente en todos los períodos
de su creciente asentamiento en
Canaán. En ellos se criaban habas
(habas panosas, habas gruesas, que
se preparaban también en forma de
pasta; entre la población más pobre
constituían una ampliación de los
cereales), guisantes, pepinos,
melones, ajos, puerros y cebollas.
Seguramente había otras verduras,
pero la Biblia no las menciona.
Entre los árboles frutales conocemos
por la Biblia el olivo (del que se
extraía el aceite), la higuera (con
el fruto importante de los higos),
el granado, el nogal y la vid; el
vino tenía una gran importancia en
la Biblia. Aunque también se habla
de “manzanos,” no tenemos seguridad
de que se trate del árbol que daba
nuestra “manzana,” ya que también
podría tratarse de limoneros,
membrillos o melocotones. Las
naranjas, que todavía hoy exporta
Palestina, sólo se cultivan en las
llanuras junto al Mediterráneo desde
el siglo XV cristiano.
De algunos de esos alimentos tratan
los artículos siguientes. Pero antes
de hablar del pan, resumiré lo
referente al agua y al fuego, sin
los cuales ni siquiera el pan es
posible.
FUENTES Y POZOS.
Son, junto a los ríos, los arroyos y
los lagos, los aprovisionadores
naturales de agua. Como en Palestina
escasean los ríos, arroyos y lagos,
desde tiempos antiquísimos el agua
se concentra en fuentes y pozos. La
cisterna sólo se descubrió hacia el
1500 a.C.
La importancia de la fuente para el
asentamiento y colonización se
desprende de los innumerables
topónimos con ‘en o ‘ain (literalmente
“ojo,” pero también “fuente”: ej., Enguedi).
También el pozo (be’er)
ha hecho la historia de los
asentamientos; por ej., los pozos de BeerSeba.
El pozo alcanzaba su importancia
máxima en las regiones pobres en
fuentes; por ejemplo, para la vida
nómada en la estepa (“desierto”) y
como punto de parada en las marchas estacionales de
los seminómadas. Y como la adoración
de Dios y la conservación de la
vida, siempre amenazada por la falta
de agua, eran cosas inseparables
para el oriental piadoso (que no
sólo para el israelita y sus
patriarcas), a menudo los lugares
sagrados van unidos a los pozos y
fuentes; tal ocurre en Sikem,
en Mamré y
en la fuente de Guijón en Jerusalén,
etc.
La fuente tenía naturalmente
preferencia sobre el pozo, porque
proporcionaba “agua viva.” Por lo
demás, había (y hay) pozos que daban
agua de fuente: aquellos que no
forman depósitos de aguas
subterráneas, sino una vena de agua.
De ahí que en el lenguaje cotidiano
no siempre se distinga claramente
entre ‘ain/’en
(fuente) y be’er (pozo).
Los pozos y las pilas de las fuentes
solían taparse para mantenerlos
limpios. Con la limpieza del pozo o
de la pila de la fuente enlaza Jesús
una de las sentencias del sermón del
monte: “¿Cómo eres capaz de decirle
a tu hermano: Déjame que te saque la
paja del ojo, teniendo tú la viga en
el tuyo?” (Mt 7:34 y Lc 6:4142). El
‘ein,
latente bajo el texto griego, suele
traducirse por “ojo” — cosa que
también significa —, pero con “pozo”
o “fuente” en sentido figurado
tenemos realmente la metáfora viva
como suele ser habitual en las
palabras vitales y cotidianas de
Jesús.
Las fuentes solían estar fuera de
los recintos amurallados. Por ello,
para no verse privados del
abastecimiento de agua en tiempos de
guerra se solían abrir galerías en
la roca para el transporte del agua,
como se ha descubierto en la fuente
de Guijón, en el valle
jerosolimitano del Cedrón. Los
arqueólogos han descubierto hasta
ahora, además de la mentada de
Jerusalén, otras seis galerías en
otras tantas ciudades. Un paso más
adelantado era el túnel de agua que,
sobre un plano inclinado, conducía
el agua de la fuente hasta el
circuito urbano. En Jerusalén hay
también un ejemplo notable con su
túnel de Siloé, que conducía el agua
hasta la piscina del mismo nombre;
la instalación se construyó en el
siglo VIII a.C. entre las obras de
defensa de la ciudad.
Los antecedentes de nuestras presas
fueron los estanques de recolección,
de los que Jerusalén y su entorno
ofrecen asimismo algunos ejemplos.
Como el agua era sumamente estimada
en un país escaso en recursos
acuíferos, nada tiene de
sorprendente que tanto en los
escritos sagrados del AT como del NT
sea imagen de la vida y de la
doctrina vivificante.
LA CISTERNA.
Es un invento de la edad del bronce
tardío (hacia el 1500 a.C.). Se
excavaba una roca y se tapaban con
mortero todas las rendijas para dar
al depósito una superficie bien
compacta. La forma solía ser
periforme, de modo que la parte
superior era más pequeña que la
inferior. Mediante zanjas y canales
se conducía el agua de lluvia hasta
la cisterna. Así se podía aprovechar
el agua de la estación invernal de
las lluvias, que de otro modo se
perdía rápidamente, almacenándola
para los territorios pobres en agua
o para las épocas de necesidad. Las
cisternas varían de tamaño: desde
las pequeñas cisternas, con una
capacidad de 30 a 40 litros, que
había a la entrada de las casas,
hasta las cisternas comunitarias y
pastoriles de 13 000 litros y más.
Si cada casa tenía su cisterna en el
patio, ésta equivalía a un signo de
bienestar. Condición indispensable
de una buena agua de cisterna era su
limpieza; de ahí que se cubrieran
con una losa de piedra. Se las
cubría además para que nadie cayese
en ellas. Para inutilizar las
cisternas, en tiempos de guerra se
arrojaban a las mismas los
cadáveres. Gigantescas piscinas
secas o cegadas se empleaban
ocasionalmente como prisión. En el
Oriente se han conservado hasta hoy
las cisternas, cuya agua se utiliza
sólo cuando no se dispone de “agua
viva” (agua de fuente) o de agua de
pozo. La palabra es latina: cisterna
deriva de la palabra cista,
de la que a su vez deriva nuestra
“cesta,” con el contenido genérico
de continente.
EL FUEGO.
Pertenece al estadio civilizado del
hombre. Como en los tiempos antiguos
no era fácil hacer fuego, se
procuraba conservarlo cubriendo las brasas
con ceniza.
El método de encender fuego era
hasta aproximadamente el 900 a.C.
(comienzos del hierro II) el de
frotar entre sí dos trozos de
madera; así se producía desde los
tiempos de Abraham hasta los de
David. Más tarde hay que suponer que
el fuego se hacía golpeando la
piedra con un acero; ése fue
realmente el método que se empleó en
la nueva dedicación del templo (el
165 a.C.; cf. 2Mac 10:3). La ley
israelita prohibía encender fuego el
sábado.
El fuego se transportaba con teas,
que eran maderas unidas y empapadas
en aceite o pez, o bien en una
vasija o en un caldero que se
llenaba con carbones encendidos, y
que se mantenían encendidos con el
balanceo o soplando (sistema del
incensario).
No sabemos si el transporte de teas
encendidas en una vasija de barro
era cosa habitual o si fue una
ocurrencia de Gedeón.
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EL PAN.
Fue el alimento básico a lo largo de
todos los períodos bíblicos. Tan
fundamental era que en el lenguaje
cotidiano sustituyó al término
alimentación: ganarse el pan era
ganarse el sustento. A través de una
de las peticiones del Padrenuestro —
“el pan nuestro de cada día dánosle
hoy” — ese empleo lingüístico ha
pasado también a nuestro lenguaje
actual.
Como el pan era el alimento diario,
también formaba parte del sacrificio
cotidiano y se le ofrecía a Dios en
los panes de la proposición; y por
ser el alimento diario, a menudo se
designa también a la Torah (la
enseñanza de la Ley) como “pan.” Tal
es la idea que subyace en la
afirmación de Jesús definiéndose
como “el pan de vida” (Jn 6:35). Con
ello Juan contrapone a Jesús y su
doctrina como pan al pan de la Torah.
Se conocía el pan de cebada y el pan
de trigo. En época antigua, por
ejemplo en los primeros tiempos de
la monarquía (hacia el año 1000
a.C.), el pan de cebada era el
corriente; más tarde pasó a ser el
pan de los pobres, mientras que los
más pudientes comían pan de trigo.
Tal vez por ello Jn 6:9 hace
hincapié, con ocasión de haber
alimentado Jesús a cinco mil
hombres, que allí había un muchacho
que tenía cinco panes de cebada.
Lo normal era que las mujeres
preparasen cada día el pan necesario
(“Nuestro pan de cada día dánosle
hoy”). Pero en las ciudades había
panaderos y panaderías, como los
había en los palacios de los reyes.
Cada mañana las mujeres, de
rodillas, molturaban el grano con
una piedra manual sobre una piedra
de moler colocada en una artesa; por
lo demás, en tiempos del NT sabemos
que había también piedras en forma
de embudo movidas por animales de
tiro. La harina se mezclaba con agua
y un poco de sal formando una masa.
Por lo general a esa masa de harina
nueva se le añadía después una pizca
de levadura.
La levadura o fermento era pasta
vieja y ácida de la última cochura,
que se había conservado en agua. Esa
masa fermentada tiene que amasarse
bien, pues sólo así le da al pan el
esponjamiento adecuado y un fino
sabor. La acción penetrativa de la
masa fermentada la convierte en
imagen de la acción que ejerce el
mal ejemplo: “Guardaos de la
levadura de los fariseos y saduceos”
(Mt 16:6); pero también lo es de la
acción benéfica de la Torah y
del reino de Dios (cf. Lc 13:21).
La forma de cocción del pan fue
cambiando naturalmente en el curso
de los dos mil años que comprende la
Biblia; pero no tanto como cabría
suponer. La forma más sencilla era
colocar sobre la ceniza caliente la
masa a la que previamente se le
había dado forma, de cierta
consistencia pero fina (“pan de
ceniza,” “pastel de ceniza”). La
cocción sobre una piedra,
previamente calentada al fuego, es
también sin duda una forma
antiquísima; cuando la piedra estaba
caliente, se retiraba el material de
combustión y la piedra era una losa
candente (esta forma de cocción la
practican todavía hoy muchos
nómadas, que calientan la piedra
quemando estiércol de camello).
Por la misma época se conocía
también la plancha de coser combada
y hecha de barro, que parecía la
espalda de una gran tortuga. Se
colocaba sobre unas piedras y se
calentaba por debajo; es el modelo
de “hogar,” sin que los cambios
posteriores hayan aportado nada
esencial. Pero había también hornos
que debieron ser similares a los que
todavía hoy nos es dado ver en
algunas aldeas orientales. Se
asemejaban a un cono truncado con un
agujero en la parte inferior para el
fuego, que calienta el interior de
ese cono de arcilla hueco, y las
tortas se fijan después en las
paredes inclinadas. El pan, que se
cuece rápidamente, se saca después
con una horquilla de mango largo.
No hay ningún testimonio explícito
de que la placa de cocer se untase
con un poco de aceite. Después del
900 a.C. (es decir, desde comienzos
del hierro II) también se cocía en
hornos de hierro, que sí se untaban
con aceite. Los resultados eran
diferentes. Se intentaba hacer una
torta fina (de 10 a 30 cm de
diámetro, de acuerdo con la
capacidad del horno, y muy fina, de
34 mm); las tortas se comían de
inmediato. Lo que sobraba se juntaba
ensartándolo en un palo. En la
ceniza, sin embargo, sólo podían
cocerse panecillos pequeños y
siempre finos. Tampoco en la
panadería se hacían panes grandes.
La torta se quebraba o se desgarraba
a mano, sin que se emplease el
cuchillo para partir el pan. El pan
se comía untándolo con mantequilla,
aceite o crema, acompañándolo con
leche (agria), vino o fruta y,
naturalmente, con carne.
LA LECHE.
Es a lo largo de toda la historia
bíblica un alimento importante. La
vida seminómada de los patriarcas y
de las primeras tribus — hasta mucho
tiempo después de la conquista de
Canaán — conoció tanto la leche del
ganado menor como del mayor. El
seminómada obtenía la leche sobre
todo del ganado menor (ovejas y
cabras). Pero también el Israel de
tiempos de la monarquía siguió
siendo en buena medida un pueblo de
pastores, y siempre fue un pueblo
que practicó la ganadería.
Leche y queso fueron alimentos de
capital importancia. La leche se
conservaba en odres, hechos con
pieles de cabra cosidas; pero no
sólo se guardaba en odres sino que
se bebía directamente de los mismos,
y en ellos se ofrecía a los
huéspedes. Es probable que la leche
rara vez se tomase como leche dulce,
sino más bien como cuajada.
Para la preparación de la
mantequilla también se utilizaba un
odre de cabra. El odre lleno de
leche dulce se colgaba al aire libre
y se le golpeaba (como a un saco de
boxeo) hasta que en la leche se
formaban la pellas de mantequilla;
después se vaciaba el odre y se
desnataban las pellas de
mantequilla. Esa forma de obtención
de la mantequilla la pudo observar
el autor hace unos años entre unas
tribus árabes. La mantequilla así
obtenida queda blanda y se extiende
sobre el pan; para su conservación
hay que derretirla y cocerla.
En los tiempos más antiguos no
sabemos cómo se obtenía el queso. Ya
en una época posterior (en tiempos
de la monarquía), el requesón se
sazonaba con sal sobándolo hasta que
soltaba toda el agua. Se hacían
después tortas en forma de pasteles
o bloques en forma de pan, y se
dejaban secar y madurar al aire. La
idea de que esta forma de elaborar
el queso sea la antiquísima y
originaria hay que tomársela con
calma, pues todavía hoy se encuentra
extendida por el Oriente en
condiciones parecidas.
En el lenguaje bíblico la leche es
signo frecuentísimo de la
abundancia; posteriormente fue
también expresión de la abundancia
de los tiempos mesiánicos. Como
alimento sano la encontramos todavía
en los escritos del NT (cf. 1Cor
3:1s; Heb 5:12s; 1Pe 2:2).
EL ACEITE.
Se obtiene de las aceitunas, el
fruto del olivo. Éste es un árbol
típico de toda Palestina. De ahí que
su fruto jugase un papel importante
en la alimentación y también en el
ritual de los israelitas. Las
aceitunas maduran a finales de
septiembre, de modo que su
recolección hay que situarla en la
época de la fiesta de Tabernáculos.
Como antigua fiesta de recolección,
esa fiesta era también una fiesta de
la cosecha de las aceitunas. Éstas,
cogidas a mano o vareadas del árbol,
se trituraban en un lagar (mortero,
almazara), lo más fresco posible, y
se almacenaban en cestos, que hacían
de cedazo. De ellos fluía el aceite
considerado de máxima calidad.
Después se prensaba el resto,
fluyendo el aceite a través del cestocedazo;
éste se consideraba un aceite de
segunda clase. El aceite se
conservaba en tinajas.
Como alimento se tomaban también las
aceitunas verdes, sazonándolas un
poco o conservándolas en salmuera;
las aceitunas negras, y ya
plenamente maduras, se conservaban
también en aceite. El pan se
impregnaba muchas veces en aceite,
sobre todo en las regiones en las
que escaseaba la ganadería y faltaba
la mantequilla; y el aceite se
empleaba también para los guisos y
asados, para los pasteles y la
pesca.
Entre las provisiones de viaje
entraba el aceite como
acompañamiento del pan. Se llevaba
en una botella plana de arcilla,
parecida a nuestras cantimploras, y
antes de la comida se derramaba una
cierta cantidad en el plato que
acompañaba a la cantimplora,
pudiendo así mojar el pan seco. En
su parábola del buen samaritano
Jesús pudo dar por supuesto que el
hombre llevaba consigo aceite para
el viaje.
Para la unción corporal ya los
egipcios utilizaban el aceite, uso
que las tribus hebreas debieron de
conocer también en Egipto. En
tiempos de Jesús la unción con
aceite era tan habitual que los
doctores de la Ley la permitían
hasta en sábado, por considerarla
parte integrante del aseo personal
cotidiano. En el tratamiento de las
heridas se empleaba el aceite, a fin
de mantener flexible la carne
llagada.
Entre los cananeos el olivo era un
árbol sagrado, dedicado a los
dioses. El aceite de oliva se
empleaba como ofrenda de libación,
como puede certificarlo todavía la
capa oleosa de las piedras del altar
encontradas en el lugar alto de Nahariyah,
al norte del actual Estado de
Israel. Entre ellos el aceite de
oliva se empleaba para la unción de
los sacerdotes y de los reyes.
Los israelitas, aunque no
consideraban el olivo como un árbol
sagrado, sí utilizaban el aceite
para sus ritos. De ello hay noticias
abundantes en la Biblia. Sin entrar
aquí en la compleja distinción de
por qué acto de ordenamiento del
culto se convirtió el aceite en
material cultual, ni en qué estrato
tradicional se nos transmitieron los
distintos datos, podemos reconocer
que en todas las épocas tuvo el
aceite un valor simbólico. Así, por
ejemplo, Jacob ungió en BetEl la
piedra que erigió en un lugar
sagrado; esa unción con aceite la
relata el libro del Génesis.
(El Señor habló a Moisés:) “Toma el
aceite de la unción, y unge el lugar
de la vivienda y todo lo que hay en
ella. ¡Santifícala con todos sus
enseres! Así será santa. Unge
también el altar de los holocaustos
con todos sus utensilios y consagra
el altar. Así, el altar será
santísimo. ¡Unge la piscina con su
soporte, y conságrala!” (Ex 40:911,
y de modo parecido Lev 8:1012).
En el templo ardía el aceite en el
candelabro de siete brazos, cosa que
se atribuye también como algo
evidente a la época de la tienda
sagrada.
En la historia de la elección de
David para rey, Samuel lo unge con
el aceite que llevaba en un cuerno
(1Sam 15:13). También Saúl había
sido ungido con aceite, y cuando
ruega a su escudero que lo mate,
éste rechaza la propuesta
diciéndole: Guárdeme el Señor “de
levantar mi mano contra el ungido
del Señor” (1Sam 26:11).
Finalmente, el símbolo del olivo se
recoge también en las piezas
doctrinales tardías, en los
denominados “capítulos de los
orígenes” o “historias primitivas,”
y en especial en el tema de la
ramita de olivo que la paloma de Noé
llevó al arca, indicando con ese
símbolo de la paz que el diluvio de
castigo había terminado.
La unción del aceite protegía al
ungido contra los ataques enemigos.
Le hacía especialmente grato a Dios
y así lo ponía bajo su especial
protección. El aceite se convertía
de ese modo en signo de
inviolabilidad y de paz.
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EL VINO.
Se cultivó en todas las regiones de
Palestina durante la época bíblica,
y los libros sagrados certifican una
y otra vez su cultivo. Había viñedos
en la llanura y en las laderas de
las montañas. Las viñas se rodeaban
con una cerca o un muro para
protegerlas de los jabalíes y los
chacales. En las colinas, se
preparaban terrazas mediante taludes
para sujetar la tierra y evitar que
se la llevasen los chaparrones
violentos. Para la época en que
maduraban las uvas se levantaba en
las viñas una atalaya. Pero durante
la vendimia, en agostoseptiembre,
se habitaba en tiendas dentro de la
misma viña, donde por lo general se
pisaban las uvas de inmediato en una
artesa excavada en la roca. A menudo
la vendimia se prolongaba hasta
octubre. La fiesta de las Tiendas o
Tabernáculos fue sin duda en sus
orígenes una fiesta de la vendimia.
Las uvas rojas se pisaban en el
lagar; sólo en los últimos siglos
anteriores al cristianismo hubo
también ocasionalmente lagares de
vigas, parecidos a las almazaras de
aceite. El mosto se guardaba en
odres, o pieles de cabra cosidas, o
en cántaras.
Tras la fermentación el vino se
guardaba en tinajas. El vino formaba
parte de todas las comidas festivas,
y por supuesto de todas las bodas.
Se le rebajaba con agua y a menudo
se le adobaba con especias. Especial
preferencia gozaba el adobo con
miel, que lo convertía en “vino
dulce” (Act 2:13). Para hacerlo al
mismo tiempo más fuerte se mezclaba
con una buena presa de pimienta.
Pero había otras especias para la
mezcla. También se bebía mucho el
vino con hierba de ajenjo; era el
“vino amargo.” Un sabor totalmente
especial era, además, el del “vino
ahumado,” que era el vino cuyas uvas
había madurado por la acción del
humo caliente. Entre los cometidos
del repostero entraba también el de
preparar la mezcla adecuada de las
especias.
La vid no sólo era un símbolo
general del bienestar (1Re 5:5),
sino que constituía además un
símbolo especial de las doce tribus
de Israel. Como tal se hallaba
representada en el templo herodiano,
sobre la pared que se alzaba encima
del acceso al santuario, en un
gigantesco altorrelieve (?). Pero
tal símbolo era algo secundario; lo
principal era el simbolismo de la
viña como representación de Israel.
Jesús enlaza con ese simbolismo de
la vid (Jn 15), con el que
seguramente expone no sólo las
relaciones de los discípulos con él
y con el Padre, sino que además
caracteriza a su nueva comunidad
como el verdadero Israel.
La viña es ya un símbolo del pueblo
de Israel en la canción de vendimia
del profeta Isaías (5:17). Con toda
seguridad hay que suponer que la
parábola de Jesús sobre el dueño
bondadoso de la viña (cf. Mt 20:116)
está inspirada en ese simbolismo.
En el culto, el vino se empleaba en
el sacrificio diario de libación,
que iba unido al holocausto; así se
explica también que el vino formase
parte de las cosas buenas y del
alimento cotidiano. En los tiempos
posteriores a la cautividad de
Babilonia el vino entró sobre todo a
formar parte de la celebración de la
comida sabática y del banquete
pascual.
LA HIGUERA.
Tiene su entorno propio en el ámbito
del Mediterráneo oriental; es árbol
que da dos cosechas al año (higos de
primavera e higos de verano). En los
países de Europa central sólo se
conocen los higos secos. Quien
quiera comerlos frescos tiene que
viajar a Oriente o, por ejemplo, a
España, donde los moros aclimataron
la higuera. El higo fresco tiene un
sabor algo flojo y dulce, al que
pronto nos habituamos. Como los
higos maduran casi a lo largo de
todo el verano (desde mayo a
octubre), en sus países de origen
constituyen un alimento habitual y
cotidiano, principalmente para la
población campesina. Así también los
exploradores de Canaán (Núm 13:23)
pudieron demostrar con los higos las
buenas condiciones alimentarias del
país. Y cuando “cada uno se sentaba
a la sombra de su parra y de su
higuera” (1Re 5:5), es que había paz
y bienestar para todos.
El higo es alimenticio y tiene
muchos usos tanto fresco como seco.
El “pan de higo” está formado por
higos frescos, que se amasan
formando una torta que después se
deja secar al aire. Apósitos de pan
de higo se utilizaban (y siguen
utilizándose todavía hoy en el
Oriente) como emplastos para las
llagas. Con el líquido de los higos
secos se hacía una cerveza de higos.
Higo se dice pag en
hebreo, y el nombre se ha conservado
en el topónimo del conocido lugar
del monte de los olivos llamado Betfagé (arameo betpagge),
que significa “casa(s) de los
higos.”
Inspirándose en Gen 3:7 (en que Adán
y Eva se hicieron unos ceñidores
cosiendo hojas de higuera), el arte
desde los primeros tiempos del
cristianismo ha cubierto con hojas
de higuera (o de parra) los órganos
genitales de las estatuas desnudas.
LOS DÁTILES.
No tuvieron en Palestina tanta
importancia como los higos, aunque
la palmera a partir de su año
vigésimo puede dar anualmente de 200
a 300 kg de
fruto. Pero los dátiles sólo
maduraban en la gran fosa de
dirección nortesur con
su clima tropical, y muy
especialmente en Jericó, la ciudad
de las palmeras. Para aumentar el
volumen de la cosecha, se procedía a
una polinización artificial
suplementaria (desde aproximadamente
el 400 a.C.). Y ello porque entre
veinte o treinta árboles femeninos
sólo suele haber uno masculino.
La importancia de los dátiles para
la alimentación se debe sobre todo a
su conservación natural, pues dada
la abundancia de azúcar que poseen
(el 36 por ciento) el “pan de
dátiles” puede conservarse sin más
durante años. El jugo de los dátiles
frescos proporciona la “miel
datilera.”
El árbol, por el contrario, la palma
datilera, tenía una importancia
incomparablemente mayor que todos
los otros árboles del país. En
efecto, el árbol adulto alcanza una
altura media de 20 m, siendo la
madera de árbol tan imponente la de
mayor importancia para la
construcción.
En la copa cada palma produce
anualmente de cincuenta a sesenta
hojas, que alcanzan hasta tres
metros de longitud. Esas “ramas de
palma” servían como material para
techos. Las panículas de las hojas
se utilizaban para trenzar cestos y
cercados, mientras que las fibras
servían para el tejido de esteras y
el cosido de las velas.
La importancia de la palma datilera
— aunque no la importancia de los
dátiles como alimento — se colige
también por la utilización de su
imagen. Las paredes del templo de
Salomón estaban decoradas con
palmas; tal vez por su fecundidad,
tal vez también porque la palma
datilera estaba en Canaán dedicada a
los dioses; y así servía de adorno
en el templo de Yahveh.
En las monedas judías aparece
frecuentemente el dátil como símbolo
de Judea (cf. infra).
En el NT el ramo de palma es signo
de victoria: en la entrada de Jesús
en Jerusalén (Jn 12:13) y en Ap 7:9.
Esa utilización como signo de
victoria parece deberse a influencia
griega.
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LOS SICÓMOROS.
Se mencionan repetidas veces en la
Biblia. El profeta Amos se
autocalificaba de criador de
sicómoros, y en Lc 19 se cuenta que
Zaqueo se subió a un sicómoro para
poder ver pasar a Jesús. El árbol
del sicómoro crece preferentemente
en las tierras bajas, por ejemplo,
en la región de Jericó y en la
costa; probablemente fue introducido
en Canaán durante el período egipcio
de Palestina (entre 1550 y 1225
a.C.), habiendo sido transplantado
desde el país del Nilo.
Los frutos del sicómoro, que crece
en forma de arbusto, sólo tienen
buen sabor cuando se raja un poco
cada uno de tales frutos y se le
deja que madure algo más a los
“higos de asno.” Si el profeta Amos
se llamaba criador de sicómoros,
también podría entenderse esa “cría”
como el trabajo de incisión que
requería la buena maduración del
fruto. Así como el trabajo de hacer
comestible el fruto del sicómoro
resultaba pesado, el trepar al árbol
resultaba de lo más fácil. El tronco
grueso, y por lo general cubierto de
abundantes ramas ya desde el mismo
suelo, y cuya densa y esponjosa copa
(como en un arbusto) empieza casi
desde las mismas raíces, ofrecía
agarraderos por doquier para poder
encaramarse arriba.
En Egipto, su madera
extraordinariamente dura, se
utilizaba para los sarcófagos de las
momias. El fruto se colocaba en la
tumba junto al difunto.
LAS GRANADAS.
Son los frutos del granado (púnica granatum).
Es un arbusto o árbol enano, que
crece sobre todo en Oriente, y hoy
también en España. Propiamente es un
arbusto de bayas, aunque sus frutos
pueden alcanzar el tamaño de una
gruesa manzana, teniendo también
aspecto de manzanas. La corteza es
correosa, pero envuelve una película
suave interior, en cuyo cuajado
agridulce se enmarcan las numerosas
semillas. La pulpa apaga la sed,
pero su manducación le resulta
difícil al que no está habituado por
la cantidad de granitos que hay que
escupir.
La granada era la ofrenda preferida
entre los regalos de boda, porque
con sus numerosas semillas era un
símbolo de la fecundidad. Las tribus
israelitas que emigraron a Canaán
conocían las granadas de Egipto, y
es probable que los exploradores
llevasen consigo el fruto como
prueba de la fertilidad del país
(Núm 13:23).
LA MIEL.
En los tiempos bíblicos fue el
edulcorante normal, toda vez que el
azúcar no se conocía aún. De ahí que
se emplease la palabra miel como
metáfora de la dulzura: “Dulce como
la miel” (cf. Sal 19:11).
No sabemos con certeza cuándo
empezaron a criarse las abejas en el
Próximo Oriente; muchos
historiadores suponen que hasta
aproximadamente el 300 a.C. sólo se
cosechaba miel de abejas silvestres,
que ponían sus panales sobre todo en
los troncos huecos y en las
hendiduras de las rocas.
En Canaán la miel era tenida por
alimento de los dioses, y, por ende,
como ofrenda sacrificial;
por eso en Israel se prohibió como
ofrenda normal, mientras que se
empleaba en el sacrificio de la
cosecha mielera (ofrenda de las
primicias).
No siempre que se habla de “miel”
hay que entenderla como miel de
abejas. La palabra se utilizó más
tarde para indicar el zumo espeso de
las frutas (especialmente el zumo de
las uvas y de los dátiles).
LA LENTEJA.
(Nombre botánico: lens). Es una
planta de unos 30 cm de
alta, de flores blancas
papilionáceas (como el guisante y la
arveja). En las vainas lisas de un
color pardo oscuro se alojan las
semillas rojizas, de 3 a 7 mm de
tamaño, que desde el neolítico (en
Oriente entre el 8000 y el 4500) se
utilizaron como alimento.
La preparación normal era como
papilla de lentejas. La lenteja
tostada y molida la mezclan todavía
hoy los árabes con miel, haciendo
con ella una especie de pastelito.
En tiempos difíciles la harina de
lentejas era un complemento de la
harina de trigo: “Toma trigo,
cebada, habas, lentejas, mijo y
espelta: júntalo todo en un
recipiente y hazte con ello pan” (Ez
4:9).
“Vender algo por un plato de
lentejas” es un proverbio sacado del
Gen 25, para indicar el precio
inadecuado de alguna cosa.
LA SAL.
Es una especia de capital
importancia. Y fue desde luego uno
de los pocos bienes de los que no
padeció necesidad el Israel asentado
en la tierra de Canaán. Del mar
Muerto se obtenía la sal en
cantidades industriales. Esa “sal
sodomítica” era singularmente
fuerte, y era la sal específica de
los sacrificios. La sal sodomítica
era “una sal que no descansaba,”
porque el mar Muerto la
proporcionaba de continuo —
incluidos los sábados — mediante la
evaporación.
La sal tenía muchos usos, y no sólo
como condimento: un grano de
pimienta y de sal se echaba en la
boca contra el dolor de muelas; y
una presa de sal se ponía en la
llama de la lámpara para hacer más
clara la luz; el recién nacido era
frotado con sal (cf. Ez 16:4). Pero
la sal se empleaba sobre todo para
las conservas.
El efecto conservativo convertía a
la sal en símbolo de la duración y
permanencia. Por eso se tomaba sal
en mutua compañía para concluir y
cerrar un “pacto de sal.” Pero era
sobre todo en el culto sacrificial en
el que la sal jugaba un papel
destacado, especialmente en el culto
del templo. En los saladeros del
atrio interior del templo herodiano
se salaban las pieles de los
animales desollados para el
sacrificio, pieles que pertenecían a
los sacerdotes; lo cual tenía una
finalidad puramente práctica. Como
obedecía a un motivo exclusivamente
práctico el que la rampa de la cara
sur del altar de los sacrificios
estuviera sembrada de sal: era
simplemente para que los sacerdotes
no resbalasen. Pero en la rampa se
salaban también los sacrificios,
tanto la ofrenda del pan como las
libaciones, las ofrendas de manjares
como los holocaustos y el incienso.
Tales ofrendas, en alabanza y acción
de gracias al Dios de la alianza,
eran saladas para expresar así la
duración de la alianza establecida.
En sentido parecido los castigos del
pecador se consideraban como sal
purificadora, que disponía al hombre
para el perdón de sus pecados.
Y en un sentido similar se
consideraba la Torah como
la sal que sazonaba y daba
consistencia a la vida humana.
Ése es tal vez el horizonte de
comprensión para la palabra de Jesús
“Vosotros sois la sal de la tierra;
pero si la sal pierde su sabor, ¿con
qué salarla?” (Mt 5:13). La doctrina
de Jesús, predicada por los
apóstoles, entra en lugar de la Torah,
que se había hecho insípida. Que los
rabinos entendieron así esa palabra
de Jesús se echa de ver en su
polémica:
Le preguntaron a rabí Yehosúa ben Jananya:
“Dinos, cuando la sal se hace
insípida ¿cómo puede sazonarse?” Él
respondió: “Con las secundinas de
una muía.” Preguntáronle:
“¿Acaso una muía (estéril) tiene
secundinas?” Él a su vez replicó:
“¿Puede la sal hacerse insípida?”
La sal de Israel, la Torah,
no puede desalarse, dice Israel. La
sal de Israel hace mucho que se ha
hecho insípida, dice Jesús. Por eso,
“vosotros (los que predicáis mi
doctrina) sois la sal de la tierra,”
la única con que puede sazonarse la Torah. Mas si
esa sal pierde su sabor, ¿con qué
podrá salarse la Torah que
se ha hecho insípida?
La sal era también una imagen de la
desolación. Las regiones expuestas
al viento salitroso del mar Muerto
eran estériles. Esa falta de
fertilidad se consideraba una
consecuencia de la maldición de
Dios. De ahí que la sal fuera
también símbolo de maldición. Sobre
una ciudad destruida se sembraba
sal, para que fuese maldita (cf. Jue 9:45).
La sal conservativa conservaba
también la maldición.
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RECIPIENTES Y UTENSILIOS.
De los sencillos vasos y utensilios
de la casa en tiempos bíblicos
mencionaremos los más importantes.
Se observarán que faltan los
“cubiertos.” Fuera del cuchillo,
apenas había en la casa algo que se
pareciera a un cubierto. No se
tomaba nada con cuchara sino que se
bebía; y lo que nosotros apresamos
con el tenedor lo tomaban ellos con
los dedos. Ocasionalmente servían
como tenedores unos palitos
puntiagudos; pero sólo para el adobo
de los alimentos.
CÁNTAROS Y RECIPIENTES.
Se hacían ya en la época bíblica
(desde el 1800 a.C.) y se moldeaban
con el torno de alfarero, que había
sido inventado hacia el 2100 a.C. Se
limpiaba la arcilla de todas sus
impurezas, y las piezas terminadas
se cocían en el horno. Desde
aproximadamente el 1600 a.C.
abundaron en Palestina las cerámicas
decoradas con pinturas o con
acanaladuras pulimentadas. En la
arqueología, los fragmentos de
cerámica constituyen el medio más
seguro para fijar la antigüedad de
un asentamiento, en el supuesto
claro está de que los fragmentos
encontrados pertenezcan a alguno de
los grupos de cerámica ya
investigados con anterioridad.
La fuente era el plato común en que
todos comían; a medida que se fue
generalizando el plato individual,
la fuente se hizo cada vez más
superficial y evolucionó hasta
convertirse en un plato de adorno,
decorado sobre todo por dentro en la
época helenística. Esto no quiere
decir que la fuente quedase fuera de
uso, puesto que se ha mantenido
hasta el día de hoy; y es que en
cierto modo es una forma natural.
En cierto modo la fuente con asas,
rara en los comienzos, sigue una
evolución contraria a la fuente
tradicional. Mientras ésta se hace
cada vez más superficial, aquélla va
ganando en profundidad hasta acabar
adquiriendo una forma similar a la
de nuestras soperas. Ello expresa
también el cambio de funciones que
se ha operado en el gran recipiente
de la mesa. La fuente grande y con
una cierta profundidad, tanto con
asas como sin ellas, era el plato en
que todos comían. Pero a medida que
el gran recipiente dejaba de ser el
plato común, la fuente sencilla se
hacía más superficial y la fuente
con asas sólo servía para presentar
los alimentos en la mesa. Desde la
época helenística las modas cobran
gran influencia, de modo que las
formas se superponen de continuo.
La olla con tres pies era otro tipo
del gran recipiente, y posiblemente
servía para comer en una fuente
común, en cuclillas sobre el suelo.
Hay testimonios de la misma ya hacia
el año 1000 a.C. Quizás
originariamente servía tanto para la
cocción de los alimentos como para
su consumición. Una comparación con
la olla de cocción propiamente dicha
indica claramente las semejanzas.
La fuente con pie, “que en la
terminología clásica se llamarían
cálices” (Galling),
presenta, hasta aproximadamente el
1200 a.C., una base chata, ganando
después el pie en altura y esbeltez,
y desde aproximadamente el año 1000
a.C. a menudo aparece pintado. Esos
recipientes debieron servir sobre
todo para beber, y los galileos en
tiempo de Jesús los utilizaban como
copas comunes (¿fue así el cáliz de
la última cena?).
La escudilla es un pequeño
recipiente sin asas, parecido a un
tazón grande sin asas o como un
plato pequeño, pero con las paredes
más verticales. La escudilla era el
recipiente de la comida — y también
de la bebida — para uno solo.
La cántara de provisiones, de 60 a
120 cm de
altura, se utilizaba para conservar
el aceite, el vino y los cereales.
Estas cántaras,
con una capacidad de 20 a 50 litros,
carecían de asas o tenían una en el
cuello; sólo las más pequeñas solían
por lo general llevar asas.
Desde el comienzo, junto a esas cántaras sin
asas o con una sola, se dieron
también las ánforas (o cántaras con
dos asas) y las cántaras de
cuatro asas en diferentes
posiciones. Lo práctico de las
mismas fue arrinconando poco a poco
las cántaras sin
asas.
Todos esos tipos de cántaras carecían
de pie de apoyo, sino que por abajo
era redondas o terminadas en punta,
con una superficie inferior tan
pequeña que no podían sustentarse en
la misma. Se las apoyaba en la arena
de la despensa o se colocaban en
agujeros practicados en el suelo.
Éstas son las cántaras a
las que se refiere la perícopa de
las bodas de Cana (Jn 2:6), aunque
el texto subraya que eran tinajas de
piedra y, por tanto, no de arcilla.
Las tinajas de piedra no contraían
ninguna impureza ritual; de ahí que
aproximadamente desde el 200 a.C.
fueran las tinajas preferidas para
el agua de las purificaciones.
En el asa de algunas grandes cántaras se
han encontrado sellos o
inscripciones, por ejemplo, “para el
rey de Hebrón.”
Lo que da pie a suponer que se trata
de tinajas que contenían el impuesto
en especie para el rey, como podía
ser el aceite, y que Hebrón era
el lugar en que se recogían los
impuestos para transportarlos
después a Jerusalén.
Como jarra se computa en la
arqueología todo recipiente que
lleva un asa para su transporte en
la parte superior. Tales jarras
aparecen en numerosas formas y
tamaños, entre las que se cuentan
también los pequeños pomos de
perfumes, que aparecen por vez
primera hacia el 1200 a.C. Tampoco
tales jarras tuvieron al principio
una superficie de apoyo. La función
de las mismas se derivaba de su
tamaño: cuando se las destinaba para
vino, aceite y agua, se las llenaba
con las tinajas de reserva
teniéndolas así listas para el
empleo inmediato.
Las jarras se utilizaban también
probablemente como recipientes para
sacar agua de los pozos, en los que
se echaba la jarra prendida de una
cuerda (Jn 4:11).
La botella se desarrolló a partir de
la pequeña jarra; y como botellas
habría que calificar a todas las
jarras pequeñas que tenían un cuello
estrecho.
Un recipiente singular y típico era
la botella de aceite con una
prolongación en forma de plato. Se
interpreta como una cantimplora o
botella de viaje, en la que se
llevaba aceite (cf. la parábola del
buen samaritano). El plato estaba
dispuesto de tal manera que,
inclinando la botella, caía un poco
de aceite en el mismo, y en ese
aceite se podía mojar el pan.
LA PIEDRA DE MOLINO.
Se fue perfeccionando a lo largo del
tiempo, aunque en las aldeas de la
época de Jesús aún seguían
utilizándose las formas antiguas. El
tipo más antiguo consistía en una
gran piedra alargada sobre la que se
esparcía el grano, que luego se
trituraba con una piedra manual. Esa
“piedra de frotamiento,” a menudo de
basalto, yacía por lo general
delante de la puerta de la casa o en
el patio, si lo había. Sobre ella
molturaban las mujeres en las
primeras horas del día la cantidad
de harina que necesitaban para la
jornada, la harina del “pan
cotidiano.”
Más tarde se escarificó la piedra
inferior, y como piedra de encima se
construyó un armazón de frotamiento,
que se movía por medio de un palo;
así podían molturar dos mujeres (o
dos esclavos). Ese tipo de molino
está testificado ya hacia el 1200
a.C., aunque no eliminó por completo
la sencilla piedra de frotación.
Junto a tales piedras de frotamiento
parece que desde tiempos
antiquísimos hubo “molinos
manuales,” por los que hay que
entender una especie de morteros. En
Núm 11:8 se habla tanto de “mortero”
como de “molino manual,” en los que
los peregrinantes por el desierto
majaban el maná que recogían cada
día.
El molino mayor parece que sólo se
aclimató en Palestina desde el 300
a.C. Consistía en una rueda de
piedra de molino fija al suelo y con
los bordes un poco elevados. Sobre
esa rueda se colocaba la piedra de
moler, que estaba abierta en el
centro y por ese agujero se podía
echar el grano de la molienda; la
harina que salía por los bordes de
la piedra inferior se recogía en
paños. A través de dos agujeros
frontales en la piedra superior se
insertaban unos palos con los que
podía moverse la piedra o a los que
se podía uncir un asno.
Ése es el tipo de molino que, al
parecer, Jesús tiene ante los ojos,
cuando habla del escandalizador, al
que habría que colgarle del cuello
una piedra de molino (Mt 18:6).
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LOS USOS EN LA MESA.
Sólo puede hablarse de verdaderos
“usos en la mesa” desde que se comía
en mesas. En todo caso, una
investigación sobre las costumbres
del comer ha demostrado que en
Oriente la mesa es antiquísima,
aunque al principio sólo se
utilizase en las casas acomodadas.
Generalmente el oriental comía en
cuclillas, sirviéndole como “mesa”
una piel de animal (un cobertor de
cuero, una estera), que se extendía
sobre el suelo; la palabra hebrea suljan (“mesa”)
significa literalmente “extensión.”
En Mesopotamia y Egipto se sentaban
a la mesa para convidar al invitado.
Mientras que el rey o el dueño de la
casa por lo general comían solos,
los huéspedes se sentaban alrededor
de mesas pequeñas solos o en grupos
de dos, tres o cuatro personas. La
mesa grande sólo se generalizó con
la cultura griega de ámbito
universal, aunque en los banquetes
solemnes a los que se asistía tumbados seguían
utilizándose mesas pequeñas que
resultaban muy prácticas.
La posición yacente en
la mesa era habitual entre los
griegos y los romanos (que la
copiaron de los helenos) en los
banquetes solemnes con huéspedes. Se
tendían en semicírculo alrededor de
una mesa redonda o de una mesa
cuadrada más baja. En torno a una
mesa cuadrada de unos 120 cm de
lado, que era la medida normal,
podían acomodarse nueve personas.
Uno de los lados de la mesa quedaba
libre para que los servidores
pudieran actuar cómodamente. Pero en
una mesa mayor podía doblarse el
número de comensales; mediante mesas
rectangulares se podían hacer varias
combinaciones.
Alrededor de la mesa baja se
colocaban los almohadones, en los
que podían acomodarse tres personas.
Los cojines y puestos tenían un
orden: en el “primer almohadón” se
le reservaba el puesto primero al
anfitrión de la casa. Junto a él se
situaba el invitado de mayor honor o
el más allegado al que ofrecía el
banquete. Como en la posición yacente los
comensales se apoyaban en el brazo
izquierdo, la cabeza del primer
invitado venía a situarse frente al
pecho del anfitrión; cf. Jn 13:2325.
Como había primeros, segundos y
terceros cojines, y como los puestos
sobre los mismos también obedecían a
un orden, el resultado es que había
“puestos primeros” y “puestos
últimos.” Ese ordenamiento de los
comensales lo utilizó Jesús en su
parábola “al notar cómo los
invitados escogían los primeros
puestos,” que eran los puestos de
honor (Lc 14:7).
Al yacer, los pies descalzos
quedaban en la parte exterior del
ruedo. Así se explica perfectamente
la situación reflejada en la perícopa en
que la pecadora ungió los pies de
Jesús: “poniéndose detrás de él, a
sus pies, y llorando, comenzó a
bañárselos con lágrimas...” (Lc
7:38). La suprema humildad en el
gesto de la mujer la pone de relieve
el hecho de que Jesús ni tan
siquiera podía verla bien, ya que
quedaba a sus espaldas.
En tiempos antiguos se honraba a un
huésped sobre todo con la abundancia
de manjares, preparando y
presentándole tantos alimentos que
no pudiera terminarlos. Tal
costumbre aparece de manera
ostentosa en el relato de la visita
de los tres varones a Abraham (Gen
18:68) y en las cantidades que José
mandó ofrecer a Benjamín (Gen
43:34). Esa costumbre de los
anfitriones tal vez podría
reflejarse también en la abundancia
de vino con ocasión de las bodas de
Cana. Y es que en tiempos de Jesús
aún no había desaparecido esa
costumbre, como parece desprenderse
del reproche de Jesús a Marta:
“Marta, Marta, por muchas cosas te
afanas y te agitas; sin embargo,
pocas son necesarias, o mejor, una
sola” (Lc 10:41s).
Si el anfitrión pretendía honrar de
una manera especial a su huésped, no
comía mientras lo hacía aquél. Al
menos tal ocurría en los ambientes
nómadas y más tarde también entre
los círculos campesinos, que
conservaron en toda su pureza las
formas de vida de los nómadas.
Cuando Abraham hubo preparado un
abundante banquete a sus huéspedes,
se dice que “él estaba de pie junto
a ellos debajo del árbol, mientras
comían” (Gen 18:8).
Las alabanzas a Dios por los
alimentos derivan de la piedad postexílica;
tal vez se trata de transposiciones
a la vida cotidiana de frases que en
tiempos anteriores se pronunciaban
sobre los sacrificios. Las alabanzas
(que muy bien pueden calificarse de
“oraciones de la mesa”) eran
formalmente de este tenor: “Te
alabamos, Señor, Dios, rey del
mundo, que nos das a comer el pan de
la tierra.” A lo que los comensales
asentían respondiendo “Amén.” Pero
el carácter formal de la alabanza no
suponía necesariamente una fórmula
estereotipada. El maestro elocuente
tenía la posibilidad de formular su
propia alabanza. Y en eso también ha
debido de pensar Lucas al referir la
escena de los discípulos de Emmaús,
que reconocieron a Jesús en el
partir o al partir el pan. Es
posible que Jesús tuviera su fórmula
de alabanza perfectamente acuñada,
de modo que por ella se le podía
identificar sin ninguna duda.
Si en la perícopa sobre
la multiplicación milagrosa de los
panes se dice que Jesús tomó los
panes, pronunció la acción de
gracias y los distribuyó (cf. Jn
6:11), y si Pablo sobre la nave a la
deriva, frente a las costas de
Malta, invitó a todos a que comieran
algo (cf. Act 27:35), y se dice que
“tomó un pan, pronunció la acción de
gracias a Dios delante de todos...,”
ello significa que con la acción de
gracias se indica la bendición de
los alimentos antes de consumirlos.
La fracción del pan constituía la
introducción al banquete judío, y
sin duda se tomó de los viejos usos
relativos a la mesa. El privilegio
de partir el pan correspondía al
padre de familia o al anfitrión.
Tras la sentencia de alabanza
(¡sobre el pan!) partía las tortas
crujientes y recién cocidas y las
distribuía entre los comensales. La
fracción del pan abría cualquier
banquete, aun aquellos en los que se
consumía algo más que pan. Ese acto
de apertura era para los israelitas
y judíos un elemento tan esencial de
cualquier banquete que en el
lenguaje corriente las expresiones
“partir el pan” y “banquetear” se
empleaban como sinónimos. Se trata
seguramente de un uso y una
expresión antiquísimos; ya en
Jeremías (siglo VI a.C.) se
encuentra la fórmula: No se partirá
el pan con el que está de luto, para
consolarlo... (Jer 16:7).
El mayordomo, como se le designa en
Jn 2:8 (bodas de Cana), sólo nos es
conocido por la palabra griega de arkhitriklinos y
por una novela cristiana del siglo
IV; por ello no sabemos exactamente
qué es lo que designa en Jn 2. Como
evidentemente le incumbía el probar
los vinos, parece que debía de
tratarse de una especie de
escanciador o copero;
y, tal vez mejor, del responsable
del banquete. Ese oficio de copero está
frecuentemente atestiguado en la
cultura judía, aunque no con la
expresión griega. Él era el que
tenía que determinar la cantidad de
vino que había de servirse y las
especias con qué adobarlo.
No es necesario decir que semejante
“mayordomo” sólo existía en las
casas acomodadas y pudientes. Su
presencia consta — más tarde — sobre
todo en los banquetes de
confraternidad que celebraban los
fieles a la Ley (fariseos). De
ordinario, en los banquetes no había
“mayordomo,” sino un servidor de la
mesa, que no sólo corría con la
presentación de los manjares sino
que también cumplía con las tareas
del mayordomo cuando se trataba de
mezclar el vino.
Comer en una sola fuente no era
habitual entre los judíos del tiempo
de Jesús. Incluso en la cena pascual
cada comensal tenía su propio plato
con las hierbas amargas. Los
galileos, sin embargo, conservaban a
este respecto algunas costumbres
antiguas, y entre ellas la de comer
en una fuente común y la de beber
todos en una gran copa. El elemento
simbólico de una comunión más
intensa no dejaba de tenerse en
cuenta, como lo revela el lamento de
Jesús: “El que ha mojado con la mano
en el plato conmigo, ése me va a
entregar” (Mt 26:23). Lo cual no era
una delación del traidor, sino que
está en la misma línea de la
pregunta: “Judas, ¿con un beso
entregas al Hijo del hombre?” (Lc
22:48).
Así como el comer todos de una
fuente era un signo de comunión
profunda, así también lo era el dar
al huésped al que se quería honrar
un trozo del propio pan y del propio
plato. Se trataba en realidad de una
prolongación del uso de la fuente
común, cuando ya no era habitual en
todas partes. Comer de una fuente
representaba la plena comunión de
los comensales. Y recibir el trozo
de pan del padre de familia era todo
un honor. Cuando desapareció la
fuente común, quedó el gesto
honorífico: el dueño de la casa
tomaba de su pan, lo mojaba en la
salsa de su plato y se lo ofrecía al
invitado o al amigo. Así lo hizo
Jesús con Judas (Jn 13:26), dándole
de su pan.
Las conversaciones de mesa sazonaban
el banquete. De ahí que el banquete
como signo de comunión fuera
especialmente apto para hablar de
los tiempos de la comunión perfecta
del reino mesiánico; esto se
practicaba abundantemente en todos
los banquetes de Israel. Sin duda se
hablaba también de las cosas más
profundas que fomentaban la
comunión. Podría sorprender la
frecuencia con que Jesús, en sus
parábolas del reino de Dios, no sólo
se refiere al motivo del banquete,
sino también la frecuencia con que
en los banquetes habla del reino de
Dios y del nuevo orden de cosas, la
frecuencia con que en los banquetes
anunciaba su buena nueva. Era su
aportación a la conversación de
mesa.
Así pues, Juan tenía buenos motivos
para enmarcar los capítulos 1417 con
los discursos de despedida de Jesús
en el contexto de la última cena,
aunque probablemente tales discursos
de despedida no fueran pronunciados
de hecho en tal ocasión.
El lavatorio de las manos antes del
banquete y después del plato
principal no sólo formaba parte de
la prescripción de pureza ritual de
los fariseos, sino que también
pertenecía a los buenos modales. No
se utilizaban cubiertos para comer,
sino que se empleaban los dedos,
como se hace todavía hoy en el
Extremo Oriente, incluso entre
gentes cultas. Para ellos resulta
poco apetitoso comer con una cuchara
y un tenedor que sabe Dios por
cuántas bocas han pasado antes.
Los manjares llegaban a la mesa
troceados en piezas convenientes; es
decir, que se partían en la cocina.
Después de haberlos consumido
utilizando las manos como
“cubierto,” se limpiaban las manos
con pan y agua; el pan así
impregnado se arrojaba debajo de la
mesa.
Las migas, que caían de la mesa, y
el pan que se arrojaba por el motivo
expuesto, se recogían después del
banquete para que no se
desperdiciasen. Eran restos que
servían para alimentar a los perros.
Por ello, la mujer cananea, al ver
que Jesús rechazaba su súplica en
favor de la hija poseída por el
demonio, replicó: “Pero también los
perrillos comen las migajas que caen
de la mesa de sus amos” (Mt 15:27).
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EL VESTIDO.
Las formas de vestir no han cambiado
mucho con el paso de los milenios.
En el fondo sólo hay dos tipos de
vestimenta: la que envuelve las
distintas partes del cuerpo, y la
que envuelve el cuerpo entero
(vestidos que se ponen o “calzan,” y
vestidos que se endosan). Estos
últimos siempre han tenido en el
Oriente una gran importancia. Como
tipos intermedios podemos señalar la
túnica y nuestro abrigo moderno.
Desde tiempos antiquísimos los
vestidos han estado condicionados
por la moda. La más de las veces
ésta seguía a la conquista de un
país: la población del país
conquistado adoptaba con mucha
frecuencia la vestimenta de los
conquistadores, sobre todo cuando la
cultura del conquistador era
superior a la cultura del país
conquistado y sometido.
EL LINO.
Sólo ocasionalmente se obtenía en
Palestina con el cultivo de la
planta del lino, ya que el país,
debido a su escasez de agua, no era
especialmente apto para ese cultivo;
Egipto, en cambio, era el país ideal
para el cultivo del lino. Por ello
no es casual que el narrador de los
capítulos que presentan al pueblo
israelita saliendo de Egipto
atribuya una gran importancia a ese
producto y a una especialidad de
lino finísimo, que en griego se
llamaba byssos,
sobre todo al describir la tienda
sagrada.
En Palestina, el lienzo de lino
debió de ser relativamente caro en
todas las épocas bíblicas, pues se
importaba en gran parte, incluso ya
como lienzo acabado. Pero en todas
partes en que era posible su cultivo
se explotaron tales posibilidades, y
siempre que fue posible comprar el
lino en hilaza así se hizo, según lo
demuestran los numerosos hallazgos
de husos (con cabezas hechas de
huesos, de piedra calcárea o de
arcilla). Eso quiere decir que en
Palestina se hiló mucho,
transformando en los telares la
hilaza en lienzo acabado.
LA PÚRPURA.
Siempre fue especialmente valiosa.
Originariamente se designaba como
“púrpura” sólo la materia colorante
que se obtenía de las secreciones de
ciertos múrices; a la luz solar
tales secreciones adquirían un color
violeta y, mediante ciertos
blanqueadores, alcanzaban el “rojo
púrpura.” Este colorante se
utilizaba sobre todo para la lana,
siendo la lana púrpura la tela regia
por antonomasia.
Parece ser que fueron los fenicios
los que descubrieron este proceso de
tintorería, manteniendo su monopolio
durante mucho tiempo. Hasta es
posible que la designación de
“cananeo” aluda a la púrpura. Por
ello nada tiene de extraño que los
ídolos cananeos estuvieran vestidos
de púrpura (cf. Jer 10:9). Como
tampoco lo es que en Canaán los
israelitas eligiesen la púrpura como
el color característico de su
templo, y que retroproyectasen dicho
color a la tienda sagrada.
También en tiempos de Jesús seguía
siendo la púrpura el color por el
que se distinguían los poderosos y
los ricos (cf. la parábola del rico
epulón, en Lc 16:19). También la
burla de que fue objeto Jesús al
echarle por encima el manto
escarlata de un oficial apunta en
esa dirección; cierto que el manto
no era rojo púrpura, pero a los ojos
de los soldados, que naturalmente no
tenían a mano ese manto de púrpura
de los reyes, ciertamente que el
manto escarlata era una solución.
LAS ENAGÜILLAS.
Fue el vestido de los varones en la
civilización primitiva de los países
cálidos. Tan pronto como los hombres
dejaron de andar desnudos, empezó la
época de las enagüillas. En la
Biblia tenemos que suponer que, para
la época de los patriarcas, ese era
el vestido habitual del pueblo
llano; pero también hemos de suponer
que se mantuvo hasta los tiempos de
Jesús como la vestimenta más cómoda
para las faenas de campesinos,
artesanos y pescadores. Ese vestido
de faenar fue también el vestido
normal del guerrero semita.
Naturalmente, en el curso de los
casi dos mil años de historia
bíblica las necesidades prácticas y
las modas fueron cambiando ese tipo
de vestimenta, aunque conservando
sus partes esenciales: una franja
larga de lana que se enrollaba y un
cinturón que la sujetaba al cuerpo;
más tarde parece que las enagüillas
se transformaron en una especie de
pantalón corto, si nuestra
interpretación de las
representaciones es correcta.
LA TÚNICA.
Prenda de vestir en forma de camisón
que se fue poniendo cada vez más de
moda a partir del 1200 a.C. Con
ello, las enagüillas retrocedieron
como vestido corriente. Y aunque se
mantuvieron como traje de faena,
también fue introduciéndose el
camisón semilargo,
con mangas hasta el codo.
Frecuentemente se combinaba con el
faldellín o enagüillas.
La túnica larga ya se había
generalizado (desde finales del
bronce) como vestimenta de la gente
ilustre, y poco a poco — siguiendo
la ley de la moda — se fue
generalizando, aunque recortada
según las necesidades (hasta media
altura).
El vestido elegante se caracterizó
además, ya antes del 1200 a.C., por
una faja ancha, que en el fondo no
era sino un faldellín alargado, que
se llevaba por encima de otro
faldellín más corto o sobre el
camisón. En la famosa túnica de que
nos hablan las historias de José
(Gen 37:3:“túnica talar,” “túnica
multicolor,” “túnica larga y con
mangas,” “túnica de mangas largas,”
entre otras traducciones castellanas
modernas) se refleja la gran
importancia que la Biblia otorga a
ese vestido. La correspondiente
palabra hebrea se traduce por
“vestido de los tobillos” o “vestido
de las palmas” (manga larga). De ahí
que quepan varias posibilidades con
relación a la túnica de José:
Una túnica hasta las pantorrillas,
ceñida con un cinturón, y mangas
largas “hasta las palmas” de las
manos, y encima un amplio manto
enrollado en forma de espiral; o el
“vestido de las palmas,” que se
llevaba sobre una túnica o sobre las
enagüillas. Constaba de una franja
de tela, ancha y larga, tejida con
varios colores, un extremo de la
cual se pasaba por delante sobre el
hombro derecho, mientras que sobre
el hombro izquierdo se dejaba caer
la larga pieza hasta las
pantorrillas; después se
desenrollaba el fardo envolviendo el
cuerpo en forma de espiral, holgada
por abajo y más ajustada por arriba,
de modo que el otro extremo podía
caer sobre el hombro y brazo
izquierdos. Se podía fijar con
prendedores a la altura del ombligo
y del pecho. Debió de ser un vestido
de moda entre los hittitas,
y que bajo la influencia de su gran
imperio conoció una gran difusión
entre los años 1900 y 1650 a.C.
Conociendo el tipo abigarrado del
tejido de tales “túnicas con mangas”
Jerónimo tradujo túnica polymita,
es decir, una “túnica multicolor.”
EL MANTO.
Tiene en la Biblia varios nombres,
pero ignoramos sus diferentes
significados. Un punto de apoyo nos
lo proporciona hoy el manto que usan
los fellahs egipcios
(abaje); la prenda respondería al
término hebreo beged.
La abaje es un paño cuadrado, de
unos 120 cm de
lado, y de un tejido grosero; se
echa sobre los hombros y tiene en
los extremos dos aberturas para los
brazos.
Más importante aún que su forma era
el hecho de que el beged era
también la manta para dormir (el
verbo correspondiente significa
“cubrir”), y como tal cobertor de
dormir, el manto no era objeto de
embargo. Cuando la mujer de Putifar mostraba
el manto de José como prueba de
cargo de las intenciones torcidas
del hebreo, ciertamente que tenía en
su mano una prueba acusatoria nada
despreciable, pues ¿qué hacía el
esclavo con el manto en la
habitación, si el manto no se
llevaba en el trabajo? La conexión
entre acostarse y manto es aquí
evidente.
Un tipo especial era el manto de
piel de cabra que llevaban los
profetas, que sin duda era un manto
de los pastores antiguos y que
podría remontarse hasta el m milenio
a.C.
EL TOCADO.
El de los israelitas y judíos sólo
lo conocemos por las indicaciones de
las imágenes conservadas. En muchas
de ellas nos sorprende la cinta de
la cabeza, que podía servir para
sujetar el cabello, de modo que lo
mantuviera hueco y lo convirtiera en
un verdadero tocado. También se
llevaban pañuelos de cabeza doblados
en triángulo, con una de las puntas
colgando por detrás, y gorros
redondos que así mismo se sujetaban
con una cinta alrededor de la
frente. Tales tocados estuvieron de
moda hasta el 12001100 a.C., aunque
pudieron continuar llevándose
después de esa fecha.
De tiempos posteriores, por ejemplo
en la época entre la caída del reino
de Israel (722 a.C.) y la caída de
Jerusalén (586 a.C.), nos consta la
existencia de paños enrollados (a
modo de turbantes) entre la
población de Judá.
El rodete de paño sobre la banda
colgante, como el keffiye o
pañuelo que todavía hoy llevan los
árabes, está probado por una
excavación en Guézer.
Pero es difícil decir si la figura
de arcilla con ese rodete de lana
(probablemente anterior al 1200
a.C.) permite sacar conclusiones
sobre el tocado israelita y,
posteriormente, el judío, ya que Guézer fue
casi siempre una ciudad egipcia o
filistea.
EL CALZADO.
No era algo que se llevase sin más
en todas las épocas de la Biblia.
Los patriarcas nómadas, los hebreos
en Egipto y en marcha por el
desierto, así como el campesino, el
pastor y el pescador, incluso en la
época de los apóstoles, rara vez se
calzaban para el trabajo. Cuando se
llevaba calzado solía consistir en
unas sandalias, hechas de una suela
(de cuero, madera o trenzada), que
se fijaba al pie mediante correas; a
veces las sandalias de cuero tenían
un talón reforzado. Pero ya en la
época nómada existía también el
calzado cerrado, que lo llevaban
sobre todo las personas importantes,
y también las mujeres y los niños.
Desde aproximadamente el año 1000
a.C. hay que suponer que en Israel
todo hombre libre disponía de un par
de sandalias.
El calzado era una pieza del
vestuario para la calle; en casa
casi nunca se llevaba. En las casas
en las que había un esclavo, éste se
encargaba de quitar el calzado a los
miembros de la familia y a los
huéspedes cuando entraban de la
calle, lavándoles después los pies.
Juan Bautista se declaró indigno
hasta de prestar ese servicio a
Jesús (Jn 1:27). El quitar las
sandalias y llevarlas en la mano era
un signo tan destacado de la
esclavitud, que los esclavos hebreos
no estaban obligados a realizarlos;
el que una persona descalzase a otra
indicaba ya de por sí que la primera
había sido adquirida como esclavo
por la segunda.
Quitarse el calzado era un acto de
reverencia; por ello en el templo
los sacerdotes realizaban sus tareas
a pie descalzo. Tal vez ambos gestos
habían tomado su contenido del hecho
de que los esclavos y los deportados
tenían que caminar descalzos. Ante
Dios todo el mundo es un esclavo, y
el triste y el penitente querían
expresar gráficamente su deportación
en la desdicha. En correspondencia,
el ponerse el calzado era un gesto
de recuperación y acogida: “ponedle
sandalias en sus pies,” ordena el
padre del hijo pródigo en la
parábola de Jesús (Lc 15:22). Y así
mismo, el quitar (violentamente) una
sandalia o zapato a alguien que no
hacía frente a sus derechos y
obligaciones — como el que rehusaba
casarse con su cuñada — constituía
una afrenta: el que olvidando su
deber no hace lo que corresponde a
los hombres libres, sabe así lo que
se piensa de él: que tiene espíritu
de esclavo y que merece ir descalzo
y desharrapado.
De ese modo el calzado — el hecho de
quitárselo o volvérselo a poner —
podía tener distintos significados,
de acuerdo con la situación en que
se realizaba.
SUBIR A INDICE
EL VESTIDO EN TIEMPOS DE JESÚS.
Estaba fuertemente influido por el
modo de vestir griego, aunque sin
comportar unas diferencias tan
grandes con la vestimenta de épocas
precedentes como se podría pensar.
El vestido o túnica interior (griego khiton)
era una vestidura amplia, a modo de
camisón, que se sujetaba con un
ceñidor o cinturón; en tiempos de
Jesús era generalmente de lino.
Podía ser sin mangas, pero las más
de las veces las llevaba, aunque
sólo fuera hasta medio brazo. Caía
hasta las rodillas o las
pantorrillas. Pasaba por ser un
signo de distinción el llevar dos
túnicas: una como camisa sin mangas
y otra con mangas, que era la túnica
propiamente dicha (cf. Lc 3:11 y Mc
6:9).
Parte de la túnica era el ceñidor,
que era una franja de lino, ancha y
larga; se enrollaba varias veces
alrededor del cuerpo, pero no en
forma lisa sino formando pliegues,
lo que permitía formar una bolsa en
que guardar el dinero (cf. Mt 10:9;
Mc 6:8).
Para correr o trabajar se
arremangaba la túnica, recogiéndose
los bordes inferiores y sujetándolos
al ceñidor.
El vestido exterior (griego himation),
en forma cuadrada, redonda u oval,
generalmente se traduce por “manto.”
Las más de las veces era de lana.
Sobre sus numerosos posibles empleos
nos informa de alguna manera el NT.
Para expresar la propia irritación,
se quitaba de los hombros formando
con él remolinos de polvo (cf. Act
22:23); se podía extender sobre el
suelo a manera de alfombra
improvisada, y también como silla de
montar; ambas cosas se subrayan en
el relato de la entrada de Jesús en
Jerusalén (cf. Mt 21:7.8).
La preciosidad de un vestido
derivaba no tanto de su corte cuanto
de su tipo de tejido (la túnica
interior de Jesús estaba tejida de
una sola pieza); también se tejían
unas orlas multicolores.
La elegancia se destacaba así mismo
con el buen plegado y caída de la
túnica interior, el entrelazado
imaginativo del ceñidor, los
pliegues generosos del manto y,
finalmente, con la suntuosidad de
los prendedores, especialmente en
las túnicas femeninas, ya que no
había botones.
Los vestidos femeninos eran
similares a los de los hombres
(hasta en las pequeñas variaciones
de la moda). Por lo demás las
túnicas interiores de las mujeres
eran por lo general más largas que
las de los hombres.
El calzado lo constituían las
sandalias, de las que se llevaba en
las alforjas un segundo par al
emprender un viaje; pero Jesús no
quiso que sus enviados fueran
provistos de ese segundo par (cf. Mt
10:10; Lc 10:4; 22:35). Esta
exigencia no puede, por lo demás,
interpretarse como un caminar
descalzos (Mc 6:9).
LA VIVIENDA.
LA TIENDA.
Fue la habitación normal de los
nómadas y de la mayor parte de los
seminómadas, y con toda seguridad
también de los hebreos, que a la
fuerza hubieron de adoptar ese tipo
de vida entre su salida de Egipto y
su asentamiento en Canaán. Incluso
después de la conquista del país, la
tienda continuó siendo la “casa”
normal para aquella parte de la
población que vivía de la cría de
ganado. Y como en ciertos círculos
de Israel, ya asentados en Canaán,
se mantuvo una imagen ideal del
pueblo, en la que se cultivaba el
recuerdo del pasado nómada, la
tienda siguió siendo incluso más
tarde la verdadera habitación
israelita.
Había la tienda redonda con un apoyo
en el centro, y había las tiendas
cuadradas con rodrigones, que daban
el aspecto de paredes caladas. Su
montaje se hacía — y se sigue
haciendo todavía hoy — mediante
cuerdas fijas a unas estacas que se
clavaban en el suelo.
Las cubiertas de las tiendas se
tejían con pelo de cabra, que
proporcionaba un tejido denso,
resistente al agua y que en verano,
por su misma densidad, mantenía la
tienda fresca durante mucho tiempo.
A veces la tienda estaba dividida
por dentro. En la entrada colgaba
una cortina de pieles con pelo, de
cuero o de lino, tejida a veces con
gran fantasía de colores.
LA CASA.
Se mantuvo fundamentalmente igual en
Israel a lo largo de la época
bíblica, prescindiendo de
que hubiera
formas más ricas y menos ricas. Se
adoptó la estructura de casa de los
cananeos, aunque al principio en una
medida modestísima.
La forma más simple era la casa de
una habitación: un rectángulo de 6 x
4 m, o algo mayor, con una puerta en
el lado mayor. En el caso de que los
muros tuvieran ventajas, éstas eran
muy pequeñas (de unos 50 x 50 cm).
En un muro de unos 3 m de altura, se
abrían inmediatamente debajo del
tejado plano, y las más de las veces
permanecían abiertas, incluso sin
tener bastidores. Probablemente esos
ventanucos se abrían en la parte de
la pared correspondiente a la parte
o espacio inferior (véase un poco
más adelante), por lo que en
cualquier caso el espacio superior
resultaba más oscuro, además de que
la parte baja recibía más luz a
través de la puerta, incluso si la
vivienda carecía de ventanas. Como
en la parábola de la dracma perdida
la mujer la perdió probablemente
mientras dormía, y por tanto en la
parte alta, para buscar la dracma a
la mujer no le quedaba más remedio
que encender una luz, aunque fuese
de día (Lc 15:8).
La obra de los muros se alzaba sobre
unos cimientos de piedra de
mampostería, que sobresalía del
suelo, y todo alrededor, de modo que
el umbral de la puerta quedaba
relativamente alto. Sobre ese
cimiento se levantaban los muros de
adobes o ladrillos sin cocer,
secados al sol, que generalmente
ganaban en consistencia al añadirle
al barro un poco de paja (cf. Ex
5:6ss). Encima se colocaba el tejado
plano. Tales casas nunca se
construyeron con dos pisos.
En el interior el espacio se dividía
en dos partes, aunque no mediante un
muro, sino con una elevación en la
parte de atrás o en uno de los
laterales. Esa elevación era el
sitio de dormir, porque en tales
casas sencillas no había camas. En
la parte inferior se recogían los
animales domésticos (el asno, la
muía, el buey) durante la noche o en
días de lluvia; por ello en el
límite entre el espacio inferior y
el superior se excavaba sobre la
elevación un pesebre o se construía
con adobes. Los animales quedaban
así con las cabezas vueltas hacia
los que dormían.
En un ángulo, formado por la pared
delantera y la lateral, se
encontraba el horno y la tinaja del
agua. Y allí se guardaban también
los utensilios de la cocina y lo
necesario para la mesa.
Las casas carecían de sótano “o
bodega”; ésta consistía en un
agujero en el suelo (¡que era el
barro pisado!), en el que se
colocaban las cántaras del
aceite, el vino, la sal, etc. El
grano sin molturar y otros productos
secos se guardaban por lo general en
este tipo de casas en el tejado, al
que conducía una escalera exterior
de madera, fija al muro sin
ventanas.
La casa se utilizaba muy poco; casi
exclusivamente para dormir y, a lo
más, para comer. Incluso las tareas
de la cocina se hacían por lo
general delante de la casa (o en un
patio). Cuando no había patio, en
tales casas se comía en el interior,
cerca de la puerta y sentados en el
suelo. Para los ancianos había un
taburete.
Una forma especial de casa sencilla
hay que suponerla en las regiones de
suelo blando; este suelo abunda en
Palestina, por ejemplo, en Nazaret y
Belén. Allí a menudo se excavaba la
casa en el monte, cerrando la parte
delantera con paredes de adobes. En
lo demás la disposición era la
misma.
La casa de patio era el tipo más
noble. La planta era rectangular o
cuadrada. Tenía dos o tres
habitaciones yuxtapuestas, y detrás
estaba el patio rodeado por un muro.
Las plantas que se han descubierto
nos informan de las disposiciones
posibles en las mismas. En tales
casas había pequeños espacios para
las provisiones. El patio servía
sobre todo para comer, y en él había
también una pequeña cisterna.
En la época helenística y romana no
cambió el tipo básico de casa; sólo
algunos añadidos decorativos (como
columnas y techos abovedados)
delatan en las casas más ricas la
época de una mayor cultura. La casa
típica griega o romana era algo
excepcional. Sólo en los palacios se
ha podido observar mejor el cambio
de época.
En las casas sencillas no había
excusados. Los israelitas se veían
obligados a hacer sus necesidades
fuera del campamento (“en el terreno
delante del campamento”) y a cubrir
sus excrementos con una estaca o con
una pala (Dt 23:1314). Esa
prescripción nos revela la
reglamentación que regía en el país
de Israel, y basta con cambiar “en
el terreno delante del campamento”
por “fuera del sector de viviendas.”
En las casas acomodadas sí que había
excusados, que enlazaban con un
canal de conducción de materias
fecales.
SUBIR A INDICE
EL TEJADO.
El tejado o, más exactamente, la
azotea de la casa, tenía una gran
importancia en la vida de los
orientales. Más aún, la azotea sigue
siendo característica de la casa
oriental. Sobre el muro de
mampostería se colocaban unos
troncos, o bien con el extremo más
grueso (el inferior) recortado, para
que los troncos horizontales
formasen una superficie
perfectamente nivelada, o. bien
haciendo que la parte más gruesa
cayese alternativamente a un lado u
otro. Las depresiones y grietas se
rellenaban con leña menuda y paja, y
por encima se echaba una capa de
barro, que había que renovar y
reforzar constantemente. En épocas
posteriores — y ahí entra ya la
época de David — ya se aserraban las
vigas para las casas más acomodadas.
Hasta la época moderna se han
alternado la disposición de troncos
y de vigas y tirantes en la
construcción de los tejados.
El tejado o azotea estaba rodeado
por una baranda. El agua descargaba
a través de unos agujeros a modo de
gárgolas. En las casas más
sencillas, una escalera exterior
conducía hasta el tejado, mientras
que en las más acomodadas y
espaciosas la escalera iba por
dentro.
El tejado era el lugar de reunión
preferido, sobre todo al caer la
tarde; y por la noche hasta podía
hacer de dormitorio. Una habitación
pequeña, probablemente abierta, lo
hacía a veces especialmente
habitable; pero por lo general se
utilizaba una tienda o una lona. El
tejado era además el lugar preferido
para el secado de las frutas y del
lino. Una tarde, después de la
siesta, David se asomó al tejado, y
desde allí vio a Betsabé (2Sam
11:2). El tejado era el sitio ideal para’montar la
tienda en la fiesta de Tabernáculos.
Cuando los hombres que llevaban un
paralítico a Jesús vieron que no
podían acercársele (Mc 2:3ss),
subieron al tejado, levantaron una
parte del mismo y a través del
agujero hicieron descender al
enfermo.
LA PUERTA.
Es decir, la hoja o las dos hojas girables que
cierran el hueco de entrada se
dieron con toda seguridad en el
Oriente ya desde comienzos del iii milenio
a.C. Las puertas eran casi siempre
de madera, aunque las de los
palacios, los templos o las ciudades
a menudo iban reforzadas de herrajes
como defensa y refuerzo o
simplemente como adorno. Los
herrajes, así como los pernios y
bisagras fijados a los muros,
generalmente eran de bronce en tales
puertas. Así mismo se reforzaban con
bronce los espigones del quicial,
que se fijaban en el dintel arriba o
en las jambas y en el quicio
excavado en el umbral abajo. En las
puertas normales todo eso era de
madera dura.
La vivienda normal tenía accesos
bajos y en los primeros tiempos no
se cerraba: la apertura de la puerta
no tenía batientes ni hoja, sino que
a lo más se cubría con una cortina.
Pero desde el regreso de los judíos
de Babilonia parece que la puerta de
cierre de la vivienda se hizo mucho
más frecuente de lo que había sido
hasta el siglo VII a.C. En tiempo de
Jesús la puerta de la casa que podía
cerrarse había dejado de ser una
rareza. Sin embargo los batientes y
la hoja de la puerta rara vez
pertenecían a la casa, sino más bien
al mobiliario que acompañaba al
traslado de vivienda.
La puerta se cerraba con una barra
corta a modo de cerrojo, que se
fijaba firmemente por dentro en la
hoja de la puerta y que podía
apoyarse en una pieza
correspondiente fija a su vez en el
batiente o jamba. La barra suelta
podía levantarse desde fuera con
ayuda de una llave de elevación,
cuya paleta correspondía a la barra
de cierre. Cerrojos y llaves podían
ser de madera y de hierro (desde
aproximadamente el 900 a.C.). Las
llaves de la puerta de la ciudad
eran tan grandes que había que
llevarlas al hombro.
La casa sólo tenía una puerta y una
llave. Por ello quien tenía la llave
gozaba de preeminencia, pues tenía
los derechos del dueño de la casa.
Él era quien abría y cerraba. De ahí
que en Oriente — y no sólo en el
lenguaje bíblico — la llave fuese un
símbolo importante.
La puerta de cierre mantenía lejos
de la vivienda o del palacio a las
personas no invitadas. Pero más
importante que eso fue desde siempre
el mantener alejados a los malos
espíritus; por ello, incluso en
tiempos en que las casas no tenían
batientes ni hoja de puerta, se
untaban con sangre de los animales
sacrificados las jambas, el dintel y
el umbral de la puerta. Dentro de la
casa sólo se podía cerrar la cámara
de las provisiones, que no tenía
ventanas (cf. Mt 6:6:“Pero tú,
cuando te pongas a orar, entra en tu
aposento y, cerrada la puerta, ora a
tu Padre...”).
SUBIR A INDICE
DERECHO Y USO ENTRE ISRAELITAS Y
JUDÍOS.
Las relaciones entre derecho y uso
fueron de muchos tipos. Algunos usos
evolucionaron hasta convertirse en
derecho; determinados derechos y
leyes se observaron poco y con
dificultad llegaron a constituirse
en uso extendido; pero hubo también
derechos y leyes que no se sintieron
como tales, sino que se vivieron
como usos, de los que sin embargo
apenas si se justificaba su origen.
Lo esencial, no obstante, del uso y
derecho del pueblo bíblico es que
casi siempre tiene alguna conexión
con lo religioso, ya sea en la época preisraelita,
israelita o judía. Si a pesar de
todo uso y derecho se separan aquí y
no se ponen en relación directa con
las exposiciones histórico religiosas,
ello es porque en primer término uso
y derecho ordenaron la vida civil y
no la del culto, aunque la vida
cultual y la civil nunca pueden
separarse de forma tajante.
EL MATRIMONIO.
Para los israelitas y los judíos,
como para el Oriente antiguo en
general, era una institución civil,
y no religiosa. Por lo que hace a la
época bíblica, llegamos a entenderlo
mejor si lo vemos como un pacto;
pero no como un pacto entre los
contrayentes, sino más bien entre
familias, clanes o tribus. La mujer
era ahí el eslabón de unión.
Las relaciones personales entre
hombre y mujer se veían como unas
relaciones de propiedad. La mujer
pasaba de la propiedad de su padre a
propiedad de su marido.
Ese carácter del matrimonio como
relación de propiedad resuena a
través del texto bíblico, que cuenta
los intentos de seducción de José
por parte de la mujer de Putifar.
José replica a la seductora: “Cuando
mi señor no me pide cuenta de nada
de su casa, confiando en mis manos
todo cuanto posee, y cuando no hay
en esta casa otro mayor que yo, y
ninguna cosa me ha negado, sino a
ti, porque eres su mujer, ¿voy a
cometer yo este gran mal y pecar
contra mi Dios?” (Gen 39:89). Así
pues, lo que rechaza José no es un
pecado de impureza sino un pecado de
hurto y de deslealtad a su amo.
Las formas de contraer matrimonio
también hay que entenderlas desde
esta perspectiva del pacto y de la
propiedad: el matrimonio lo
concertaban los padres de los
jóvenes, y a veces también el padre
(o el hermano) de la novia y el
novio. Después éste pagaba el precio
de la novia (valiosas reses del
rebaño, y más tarde dinero), pasando
la novia a ser propiedad suya. El
pago del precio de la novia era lo
que constituía los “esponsales.”
Después aún solía la novia
permanecer cierto tiempo (alrededor
de un año) en la casa paterna, hasta
que el novio “la acogía en su casa,”
“se la llevaba” o la “tomaba
consigo,” que son algunas de las
fórmulas para indicar la boda. A
partir de entonces el hombre era el
proveedor y protector de la mujer
(Mt 1:20).
Por lo demás, ni los “esponsales” ni
la “boda” pueden equipararse a lo
que tales términos designan entre
nosotros, ya que en nuestro lenguaje
carecemos de la palabra adecuada
para expresar esos estadios en el
proceso de matrimonio. Los
“esponsales” convertían ya a los
novios en marido y mujer con todos
los derechos y obligaciones; por lo
que la infidelidad de la prometida
equivalía a un adulterio, y una
separación entre ellos sólo era
posible mediante la carta o libelo
de repudio.
En tiempos de Jesús la edad adecuada
para los esponsales de una mujer era
la inmediatamente anterior a cumplir
los trece años; y un año más tarde
la mujer era conducida solemnemente
a casa del marido, que era como
pasar a depender de su autoridad.
Seguramente que esa edad respondía a
un uso antiguo. Un cuadro de la
conducción solemne de la novia lo
describe Jesús en su parábola de las
diez vírgenes (Mt 25:113).
Entre los campesinos las cosas
discurrían también así, sólo que
aquí los jóvenes solían conocerse
antes del matrimonio más que en un
régimen de vida nómada o en un
entorno urbano; la oportunidad para
ello la daba el trabajo común en el
campo. Por esta razón los
matrimonios de amor eran más
frecuentes entre los campesinos que
entre los nómadas y las gentes de la
ciudad. Aunque también en las
ciudades podía el enamorado acudir
al padre de la novia y pedírsela.
“Habla, por favor, con el rey, que
no se negará a darme a ti,” le dijo
Tamar a su hermanastro Amnón,
cuando él quería violarla (2Sam
13:13).
El matrimonio poligámico era el uso
matrimonial de Israel; el que un
hombre tuviera una o varias mujeres
dependía exclusivamente de motivos
económicos. Pero ese uso fue
cambiando con el paso de los siglos.
En la época posterior a la
cautividad de Babilonia parece que
se fue imponiendo cada vez más el
matrimonio monógamo. En tiempos de
Jesús ese matrimonio no se imponía
por ley, pero en la práctica era
casi el único.
El matrimonio poligámico se fundaba
en la concepción que se tenía de la
finalidad del propio matrimonio, que
no era otra que la bendición de los
hijos. Por eso sobre todo también la
esterilidad de la mujer se
consideraba una desgracia y hasta
una vergüenza, ya que la mujer
estéril no cumplía el objetivo del
matrimonio. De la bendición de los
hijos obtenía también su sentido la
vida de la mujer. No existía el
celibato como forma ideal de vida de
las mujeres.
En el sentimiento de los orientales
el adulterio de la mujer era
inmensamente más reprobable que el
del varón. Primero, porque la mujer
era el eslabón de unión del pacto
entre los clanes, representado por
el matrimonio; y también porque la
mujer con el matrimonio pasaba a ser
propiedad del marido. De ahí que el
adulterio de una mujer se castigase
con la muerte. También el adúltero
era castigado con la pena de muerte,
si había cometido adulterio con una
mujer casada, porque con ello había
atacado el eslabón de unión de otro
pacto y, por ende, ese mismo pacto,
y porque se había apropiado de la
propiedad de otro (su mujer). Por lo
demás, esa distinta valoración de
las relaciones sexuales
extramatrimoniales se derivaba
inevitablemente del uso que permitía
al hombre el matrimonio poligámico:
el concepto de fidelidad del marido
sólo puede darse en el matrimonio
fundamentalmente monogámico.
En los tiempos más antiguos el
castigo del adulterio era la
lapidación, porque en la práctica no
había otro tipo de muerte. Más tarde
— y por tanto también en tiempos de
Jesús — el adúltero era
estrangulado; sólo el adulterio de
una prometida se castigaba con la
lapidación, que se consideraba un
castigo más grave que la
estrangulación. Si en el caso de la
mujer que le fue presentada a Jesús
como adúltera se habla de
lapidación, es que debía de tratarse
de una “prometida.”
El adulterio estuvo en Israel a la
orden del día. Por ello en tiempo de
Jesús el proceso por adulterio era
extraordinariamente difícil. El
marido tenía que presentar a dos
testigos, y éstos tenían que haber
apercibido antes a la pareja
adúltera. Así que casi nunca se
llegaba a una sentencia capital,
como no fuera en el caso de que la
pareja hubiese sido sorprendida in flagranti.
Éste fue asimismo el caso de la
mujer adúltera que los celosos
guardianes de la Ley condujeron ante
Jesús exigiéndole que la condenara
(cf. las notas a Jn 8:111).
El pacto de Yahveh con
Israel lo presentan muchos profetas
como un pacto matrimonial. En tal
imagen subyace sobre todo la
relación de propiedad, que
representaba el matrimonio del
marido respecto de la mujer. Israel
es propiedad (matrimonial) de Yahveh;
pero cuando se vuelve a los ídolos
(los baales)
rompe esa alianza matrimonial.
En esa metáfora del pacto
matrimonial entre Yahveh e
Israel se pone de manifiesto al
mismo tiempo que en Israel el
matrimonio se veía sobre todo como
un pacto, de ahí que pudiera
representar con toda la fuerza la
alianza de Yahveh con
su pueblo.
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EL MATRIMONIO CON LA CUÑADA.
Conocido también como “matrimonio de
levirato” (del latín levir,
cuñado) forma parte del matrimonio
poligámico israelita. La Ley (Dt
25:510) dictaminaba que los hermanos
de un hombre que moría tenían la
obligación de tomar por esposa a la
viuda sin hijos del difunto. La
norma no era una medida de
protección en favor de la mujer,
sino una ley en favor de la familia
del fenecido, al que sus hermanos
tenían que darle descendencia: el
hijo primero nacido de ese nuevo
matrimonio era considerado
descendiente del difunto. Si los
hermanos del difunto rechazaban el
matrimonio — cosa que sucedía a
menudo por motivos económicos —,
eran los parientes más cercanos los
que venían obligados a desposar a la
viuda. Ésta, a su vez, podía ser
obligada al matrimonio por vía
judicial.
Mediante el matrimonio de levirato
se podía impedir que las tierras
familiares fuesen malvendidas por
motivos de necesidad. Si un pariente
compraba el campo del difunto,
también estaba obligado a desposar a
la viuda, en el caso de que otro
pariente más cercano no hiciese
valer su derecho. No se podía
comprar el campo y pasarle a otro la
viuda. El hijo mayor de ese
matrimonio llevaba el nombre del
difunto, a fin de que su nombre no
desapareciese de entre los
propietarios, aunque también se le
consideraba como el hijo efectivo de
su padre natural (cf. las notas
sobre Rut 3 y 4).
Ese traspaso de la viuda era y sigue
siendo hasta hoy algo habitual en
muchos pueblos orientales; el
círculo de los obligados está
perfectamente establecido por la ley
o por el uso jurídico. Pero en todas
partes se trata más bien de una
institución protectora de las
viudas. La motivación del matrimonio
con la cuñada en el hecho de que la
familia continúe con la propiedad
del difunto es típicamente
israelita.
Desde el destierro babilónico
también las hijas eran herederas
legítimas, y podían continuar la
familia del padre. Por ello el
matrimonio con la cuñada ya no fue
desde entonces tan frecuente. Pero
se mantuvo como ley hasta el tiempo
mismo de Jesús para el caso de que
el difunto no hubiera dejado ningún
hijo (cf. Mt 22:24).
EL DIVORCIO.
No fue cosa rara ni en Israel ni en
Judá. Dado el fin del matrimonio (la
descendencia del varón) se explica
que fuera sobre todo la mujer
estéril la más expuesta a ser
despedida. La mujer era en cierto
modo la esclava del marido, al que
debía de darle hijos (cf. la
exclamación de María: “He aquí la
esclava del Señor”). Si no le daba
hijos, el marido disponía de ella,
por ejemplo, haciéndola regresar a
la casa de sus padres.
Bajo la influencia del predominio
exclusivo de los varones, la
práctica del divorcio fue
adquiriendo con el paso del tiempo
unas formas que dependían
exclusivamente del capricho del
marido, como sucedía en tiempos de
Jesús. Las cosas llegaron tan lejos
que, por ejemplo, el marido que
quería separarse de su esposa le
exigía que hiciese un voto imposible
de cumplir; comprobado
(evidentemente) que ella no lo había
cumplido, el marido ya tenía un
motivo de despido. O el marido
solicitaba de su mujer que hiciera
algo que pudiera comprometer
socialmente a su casa (por ejemplo,
tomar en préstamo de la vecina algún
utensilio doméstico, como podía ser
un cedazo para cerner la
harina); así tenía motivo para
despedirla, ya que ella había hecho
algo que comprometía el buen nombre
de su casa.
Las cartas de despido o libelos de
repudio fueron el instrumento
habitual para el divorcio israelíticojudío.
La carta en cuestión tenía que
firmarla personalmente el marido,
poniendo su nombre al pie y
acompañándola de las firmas de dos
testigos. Hasta los tiempos de Jesús
el libelo de repudio lo escribían
por lo general los amanuenses o
escribanos públicos, que se sentaban
en las calles y ofrecían sus
servicios para todo tipo de
escrituras. El marido entregaba a la
esposa la carta de despedida o bien
personalmente o a través de un
comisionado. También la “prometida”
tenía que ser despachada con el
libelo, porque los esponsales eran
el primer acto del matrimonio. El
libelo de repudio presentaba más o
menos este tenor:
“Libelo de repudio. El (primer) día
de la semana, a (siete) días del mes
de (tisri),
del año (3760) de la creación del
mundo, según el cómputo que nosotros
seguimos29, en el lugar de (Cana),
yo (Simón, hijo de Onías)
y cualquier otro nombre que yo pueda
llevar, oriundo del lugar de
(Séforis), por propia decisión y
libre voluntad, y sin ser forzado
por nadie, te despido, abandono (y
expulso) a ti (Miriam, hija de Yesúa)
y cualquier otro nombre que puedas
llevar, del lugar de (Séforis), que
hasta ahora has sido mi mujer. Y
ahora yo (te expulso y) te dejo
libre a ti (Miriam, hija de Yesúa)
y cualquier otro nombre que puedas
llevar, del lugar de (Séforis), de
modo que eres libre y dueña de ti
misma para irte y casarte con el
hombre que quieras, y nadie podrá
impedírtelo desde este día hasta la
eternidad. He aquí que eres libre
para cualquier hombre, y éste será
por mi parte el (escrito de
expulsión y el) documento de despido
y la carta de abandono, según la Ley
de Moisés y de Israel. Rubén ben Yacob como
testigo. Gilead ben Aser como
testigo.”
Los primeros documentos de divorcio
de los que tenemos constancia son
del siglo VIII a.C., aunque todavía
con un contenido mucho menos
explícito.
LA PRIMOGENITURA.
El derecho del primogénito es un
derecho originario, que en muchos
aspectos ha hecho historia y que
también ha influido en las ideas
religiosas. Eso en todos los
pueblos, incluidos los orientales y
especialmente los semitas, y por
tanto también en Israel.
El primer nacido tiene el derecho de
primogenitura. Este principio
jurídico u otro similar, que
derivaba del gobierno de los
ancianos, es sin duda el punto de
partida de todo el derecho de
primogenitura. Por “primer nacido”
se entiende aquí el primogénito del
padre de familia. Si en tiempos más
antiguos detrás de esa formulación subyacía en
la práctica algo así como el derecho
del más fuerte, es un aspecto que en
el contexto bíblico no se contempla.
El derecho oriental, y especialmente
el semita, coloca simplemente al
primogénito (del padre de familia)
al frente de la familia, el clan o
la tribu, cuando la familia, el clan
o la tribu, tras la muerte del más
anciano de la generación anterior,
tiene que encontrar un nuevo
“anciano.”
Como el dominio y soberanía siempre
se consideró un don de la divinidad,
también el status de primogénito
aparecía como un don especial de la
misma divinidad. El derecho de
primogenitura aseguraba al primer
nacido del padre de familia una
doble parte en la herencia; así
pues, el primogénito figuraba en el
reparto de la herencia computado
como dos hijos, y ello para que el
anciano y señor de la familia, del
clan o de la tribu, fuera también el
que gracias a las posesiones
disfrutaba de mayor prestigio y
poder. En Israel esto lo regulaba,
por ejemplo, Dt 21:17.
Sobre su primogénito pronunciaba el
patriarca una bendición especial
antes de morir, que no sólo se
refería al éxito del trabajo y la
multiplicación de las posesiones,
sino que sobre todo sancionaba el
status dominante del primogénito
constituyéndolo señor de sus
hermanos y bendiciendo su dominio;
se le deseaba la protección de la
divinidad y la bendición divina para
su fuerte brazo, con el fin de que
mantuviera la paz.
Una documentación muy clara sobre
este derecho de primogenitura — en
gran parte común a todos los semitas
e incluso a todo el ámbito del
Próximo Oriente — nos la
proporcionan las historias bíblicas
de Jacob y Esaú.
Prescindiendo de su sentido
nacionalista — pues no hay duda de
que pretenden fundamentar la
preeminencia de Israel (Jacob) sobre Edom (Esaú)
—, esas historias nos permiten
conocer el posible desplazamiento de
ese derecho de primogenitura, ya que
no sólo el patriarca podía
retirárselo al primer nacido (Gen
49:34), sino que el propio
primogénito, como lo era Esaú,
vende su derecho a Jacob “por un
plato de lentejas” (Gen 25:3134). Es
decir, que el propio primogénito
podía renunciar a su derecho, sin
que para ello necesitase del
consentimiento del patriarca todavía
vivo, como refleja la misma
historia. Por otra parte, el
renunciante no renunciaba por ello a
la gran bendición del patriarca
moribundo sobre el primogénito;
bendición a la que Esaú tampoco
renunció al vender su derecho de
primogenitura.
De esa posible discrepancia (un
segundogénito obtiene el derecho de
primogenitura, mientras que el
primogénito conserva la bendición
que como a tal le corresponde)
podían surgir, según las
circunstancias, graves tensiones
dentro de la comunidad; hasta el
punto de que cabría pensar si el
narrador bíblico no tenía
necesariamente que presentar a Jacob
arrebatando por sorpresa la
bendición del primogénito después de
que Esaú le
hubiera vendido tan a la ligera el
derecho de primogenitura. Bien
entendido que esto poco tiene que
ver con el sentido de los relatos
bíblicos sobre
Jacob y Esaú;
pero posiblemente es un rasgo
jurídico y religioso importante el
que subyace en tales narraciones.
El primogénito pertenecía a Dios.
Esta convicción sólo pudo imponerse
por la alta estima de que gozaba el
primogénito. Pero, por lo mismo,
tampoco podemos concluir que en
determinado momento fuese una
costumbre universal el hecho de
ofrecer el primogénito humano a la
divinidad como sacrificio de mactación o
de cremación, porque de ser así,
nunca el tan estimado primogénito
habría alcanzado el poder y dominio.
De ahí que la sustitución del hijo
primogénito, destinado al
sacrificio, por un animal sea con
toda seguridad un uso antiquísimo.
Por lo demás, no todas las
primogenituras eran iguales. El
derecho de primogenitura era asunto
de las “primicias de la virilidad,”
mientras que el primogénito
perteneciente a Dios era todo
primogénito varón “que abría el seno
materno.” En el ordenamiento social
de tipo poligámico esta distinción
era muy importante. Así, es
perfectamente posible que entre los
cananeos se ofreciese el aludido
rescate por el “primogénito de la
virilidad,” mientras que todo
primogénito “que abría el seno
materno” fuera ofrecido en
sacrificio. Que ese sacrificio de
primicias fuera siempre el
sacrificio de un niño, hay que
ponerlo en duda. El deseo de Abraham
de sacrificar a su hijo Isaac ya
adolescente podría indicar de todos
modos que ese sacrificio del
primogénito humano pudo realizarse
más tarde, llegado el caso.
Como quiera que fuese, en Israel se
practicaba el rescate del
primogénito. En las historias abrahámicas se
narra de forma muy dramática tanto
el principio básico de que “el
primogénito pertenece a Dios” como
su rescate mediante el sacrificio de
un animal (cf. Gen 22:1013)30. Pero,
a través de la teología de la
historia que hacen los primeros
profetas anónimos y a través de la
teología de la historia del Escrito
sacerdotal, apareció un nuevo rasgo
en esos aspectos del derecho de
primogenitura.
El propio Israel es el primogénito.
El derecho de primogenitura de
Israel tiene un papel importante en
muchos relatos bíblicos, y hace
típicamente israelíticos los
aspectos generales que se daban en
otros pueblos en relación con la
primogenitura. Ya en el Yahvista —
que es como decir en el estrato
tradicional más antiguo del
Pentateuco — se encuentra la frase
“Israel es mi hijo primogénito” (Ex
4:22). El narrador pone en boca de
Dios ese dicho que le comunica a
Moisés, y que éste deberá repetir
ante el faraón. Yahveh ama
a ese su hijo Israel como un padre
ama a su primogénito. Por ello el
faraón no debe oprimirlo, sino
dejarlo libre.
Ahora bien, esa palabra sólo puede
entenderse adecuadamente, si se
piensa en Israel como el primer
adorador del Dios Yahveh,
que ya ha sido anunciado en los
capítulos precedentes. Así pues, el
dicho en cuestión se encuentra
todavía en el marco general de un
mundo de concepciones politeístas.
Con ello resuena ya aquí el tema que
domina la teología israelita de la
historia, sobre todo cuando más
tarde los profetas proclamen a Yahveh como
el Dios único. Más aún, el derecho
de primogenitura de Israel en
general se anunciará con tanta mayor
nitidez cuanto más claramente se
adore a Yahveh como
único Dios, pues “Israel” era el
“primogénito” de Yahveh,
cuando éste sólo era el dios tribal
de las tribus hebreas de Egipto.
Pero el faraón no deja salir al
primogénito de Yahveh.
Y por ello Yahveh golpea
— según el derecho de la venganza de
sangre — sobre los primogénitos
varones de Egipto, porque el faraón
había golpeado al primogénito de Yahveh.
Tras la liberación de Egipto — así
se prolonga más tarde jurídicamente
esta línea de teología de la
historia — serán consagrados al
Señor todos los varones de la tribu
de Leví como sacerdotes y levitas. Y
todo primogénito macho pertenecerá
al Señor: los de los animales como
sacrificio, pero los primogénitos
humanos serán rescatados. “Cuando tu
hijo te pregunte mañana diciendo:
¿Qué significa esto?, le dirás: Con
mano fuerte nos sacó Yahveh de
Egipto, de la casa de esclavitud.
Como se obstinase el faraón en no
dejarnos ir, mató Yahveh a
todo primogénito en tierra de
Egipto... Por ello sacrifico yo a Yahveh todo
macho que abre el seno materno, y
rescato a todo primogénito de mis
hijos” (Ex 13:1415).
Pero Israel no debía considerar el
derecho de primogenitura como un
verdadero derecho jurídico, sino
como un derecho que le había sido
concedido por gracia, pero que no le
correspondía si todo hubiese
discurrido según derecho. Ése es el
sentido que pueden tener los relatos
de Jacob y Esaú.
Son, por así decirlo, capítulos que
invitan a la humildad, que pretenden
enseñar cómo Israel en nada ha
podido merecer tal derecho de
primogenitura, y que en cierto modo
se convirtió en primogénito porque Yahveh hizo
la vista gorda. Se podría decir que
las historias de Jacob y Esaú contradicen
a los capítulos de Egipto; pero no
hay duda de que originariamente
todas esas historias no se contaban
con la idea de insertarlas o leerlas
en un gran contexto, sino
simplemente para presentar ciertas
verdades y enseñanzas.
En el NT el título de primogénito se
le aplica una y otra vez en forma
consecuente al Mesías Jesús, y una y
otra vez se demuestra que él era un
primogénito. Y como tal es el
sacerdote. Él es el nuevo Israel,
como lo es así mismo su comunidad;
para sus discípulos es el primer
ofrendado, el primero de los
muertos, el primero de los
resucitados, incluyendo a todos los
de su especie (cf. Rom 8:23.29; 1Cor
15:20; Col 1:15.18; Heb 1:6; 12:23; Sant 1:18;
Ap 14:4).
SUBIR A INDICE
LA CIRCUNCISIÓN.
La Biblia la califica de signo
permanente de la alianza establecida
por Yahveh con
Abraham (Gen 17:10ss). Tenía que
practicársele a cada niño varón a
los ocho días de nacer. La
circuncisión es un cambio en las
partes genitales, producido por un
corte. Ese cambio mínimo lo aporta
la circuncisión en forma de incisión
(incisio)
en el prepucio masculino, es decir,
en la piel floja que, en estado de
flaccidez del pene, recubre el
glande por la parte de abajo.
Mientras que en la circumcisio propiamente
dicha se recorta el prepucio en su
totalidad aumentando la rigidez con
el pene erecto. En las muchachas la
circuncisión elimina el clítoris
junto con los dos labios menores, o
simplemente esos labios de la vulva.
Los israelitas en tiempos antiguos y
los judíos en la actualidad
practicaron y practican el corte en
forma de circumcisio,
mientras que ignoraron la
circuncisión femenina.
El sentido de la circuncisión puede
entenderse o bien como motivo de
higiene o bien como un medio para
aumentar o disminuir (en el caso de
la circuncisión de las mujeres) la
excitabilidad sexual. Pero en
general la razón de ser de la
circuncisión se vio en su carácter
de rito iniciático,
como rito de entrada en la edad de
la madurez sexual, o como un medio
por el que los circuncidados se
diferenciaban de los miembros de
otras tribus que no practicaban tal
circuncisión.
Los testimonios sobre la
circuncisión y su antigüedad son
múltiples. Todavía hoy existe la
circuncisión entre muchas tribus de
los pueblos subdesarrollados de
África y Australia. El pueblo más
antiguo en el que está certificada
la circuncisión fue el egipcio. Las
gentes del Nilo ya la practicaban en
el imperio antiguo (2900 a.C.) y la
utilización de un cuchillo de
piedra, incluso en la edad del
bronce y del hierro, constituye una
prueba de que ya se practicaba en el
neolítico.
Entre los árabes se practicaba y se
practica todavía de forma bastante
generalizada. Entre los pueblos
modernos, está muy difundida (por
motivos higiénicos) en Inglaterra.
Entre los pueblos indoeuropeos del n
milenio a.C. (¡los filisteos!) no
era habitual, pero sí entre los
cananeos.
A propósito de la circuncisión
israelita hoy muchos eruditos
suponen que las tribus hebreas, que
luego formarían Israel, la
conocieron en Egipto, y que su uso
se introdujo al entrar en Canaán con
el fin de acelerar el propio
crecimiento demográfico.
Desgraciadamente nada preciso
sabemos sobre todo ello. Aun así,
cabe concluir de Ex 4:25 — con todo
lo oscuro que resulta el pasaje —
que la circuncisión se consideró muy
pronto en Israel como una entrega a Yahveh.
Nunca fue introducida legalmente,
sino que simplemente se practicó.
Su práctica, sin embargo, fue
regulada mediante ciertas ordenanzas
(en parte también bajo forma de
relatos). Seguramente que así se
introdujo también la historia de la
circuncisión en el relato de la
alianza estipulada entre Dios y
Abraham; por lo demás, ese relato
procede del tiempo de la cautividad
de Babilonia. Con ello se
interpretaba al mismo tiempo la
circuncisión, haciendo así posible
el empleo metafórico de las palabras
“circuncisión” y “circuncidado”
(véase después). También el relato
de la circuncisión en Guilgal (Jos 5:212)
hay que contarlo sin duda entre los
textos reguladores con los que se
recomendaba (en forma renovada) a
los israelitas la fidelidad al uso
de la circuncisión.
La circuncisión del niño a los ocho
días de nacer daba al rito no tanto
el sentido de entrada en la edad
sexual cuanto de acogida en el
pueblo de Israel. El pueblo de Yahveh (por
ello el verdadero oficiante de la
circuncisión era el padre) “pactaba
(literalmente: cortaba) una alianza”
en favor de ese niño con Yahveh.
Tan pronto como tomó cuerpo la idea
de que cada niño israelita llevaba
marcada en su carne la alianza con Yahveh era
natural que la introducción del rito
con tal sentido se retroproyectase a
la época en que se pensaba que
realmente había surgido el pacto
entre Yahveh y
Abraham “en favor de todos sus
descendientes,” y en concreto aquel
pacto o alianza en que Dios prometió
al patriarca que lo convertiría en
un gran pueblo. Cierto que el signo
de la alianza llegó más tarde, pero
la alianza propiamente dicha ya
estaba establecida para entonces. De
ese modo encajaban en el relato
signo y pacto.
En el lenguaje habitual judío los
“incircuncisos” (prescindiendo de
que así se
designaba a algunos pueblos de
Canaán) son los impuros, que no
están marcados ni listos para Dios.
“Circuncidaos para Yahveh,
quitad el prepucio de vuestros
corazones” (Jer 4:4) no sólo es una
imagen sino también una
interpretación atinada de lo que en
esa época se entendía por
circuncisión: el símbolo de la
disponibilidad para Dios. De modo
parecido: “Su oído está... sin
circuncidar (cerrado), no pueden
atender” (Jer 6:10). En ese mismo
sentido condenaba Esteban a los
judíos de su tiempo: “¡Gentes de
dura cerviz e incircuncisos de
corazón y de oídos! Siempre estáis
resistiendo al Espíritu Santo” (Act
7:51).
La imposición de nombre se vinculó
más tarde, sin que sepamos cuándo,
con la circuncisión. Con la
incorporación al pueblo, que se
sabía el pueblo de la alianza, el
hombre adquiría una nueva función;
de ahí que recibiera también un
nombre (nuevo). Por ello la
circuncisión se corresponde con el
bautismo, y el nombre de la
circuncisión corresponde al nombre
bautismal, pues en sí tampoco el
“bautizarse” tiene nada que ver con
la imposición de nombre.
EL RESCATE DE LOS PRIMOGÉNITOS.
La “presentación” o “consagración de
los primogénitos” tiene tal vez una
de sus raíces más antiguas en la
lucha contra el uso de ciertas
épocas de ofrecer a la divinidad en
sacrificio los primogénitos humanos
(cf. las observaciones sobre los
sacrificios humanos en Gen 21:1ss).
Otra explicación es la que da Ex
13:1116. Del mismo modo que el Señor
golpeó a los primogénitos varones de
Egipto para salvar a Israel de la
esclavitud egipcia, así en el futuro
todo primogénito macho, de hombres o
de animales, será consagrado al
Señor. Los versículos de Ex 13:316
pertenecen al estrato tradicional
más antiguo del Pentateuco, de modo
que cabe suponer que el uso cultual
basado en esa explicación era ya una
realidad viva en la época entre
finales de la conquista de Canaán
(hacia el 1225 a.C.) y el período
monárquico.
Una tercera explicación deriva del
sacerdocio de los ancianos. Después
que en Israel se estableció un
sacerdocio profesional y según
parece asentado sobre una base
tribal (la de Leví, cf. Núm 18),
tenían que ser rescatados los
primogénitos, que en principio
estaban obligados a servir en el
santuario. El dinero del rescate
constituía una parte de los ingresos
de sacerdotes y levitas (Núm
18:1516). Tal explicación y destino
pertenecen al estrato tradicional
más reciente, al Escrito sacerdotal,
y presentan por lo mismo un carácter
de añadido jurídico sin aportar dato
alguno sobre el motivo real del
rescate.
Puesto que ese rescate de los
primogénitos de las madres parece
que se practicó muy pronto en
Israel, el motivo original de tal
uso habría que buscarlo en la
compensación del sacrificio de los
primogénitos humanos, mientras que
los otros motivos no son más que
explicaciones.
El rescate tenía que hacerse después
de los treinta días, y correspondía
al padre, que en compensación tenía
que pagar cinco siclos. En ciertos
casos, cuando la paternidad era
dudosa, el primogénito tenía que autorrescatarse más
tarde. Cualquier sacerdote en el
país estaba autorizado para recibir
la suma del rescate. Por tanto, la
ceremonia no estaba ligada al
templo, aunque sin duda no pocas
veces estaba relacionada con el
sacrificio de purificación de las
madres, sobre todo cuando ese
sacrificio se trasladó al templo.
Por lo demás, de la ley sobre el
rescate del primogénito se desprende
que la mención y designación de
“primogénito” no significa que
tengan que seguirle otros hijos.
SUBIR A INDICE
LA FAMILIA.
Es para todo el pensamiento
israelita la base de la comunidad y
de la cultura comunitaria. Por lo
demás, y mientras que el pensamiento
cristiano ve esa familia fundada en
el matrimonio, el oriental de la
Biblia no ve una vinculación tan
estrecha entre matrimonio y familia.
La familia consta ante todo del
padre y de sus hijos e hijas. La
mujer (o las mujeres) del padre y
las mujeres de los hijos también
pertenecían a la familia, pero, como
existía la poligamia y las mujeres
podían ser despachadas de la familia
(mediante el libelo de repudio),
estaban sí ligadas a la misma pero
sin formar parte integrante de ella.
El factor personal constitutivo era
el padre de familia. Y ésa es la
concepción que se deja sentir por
doquier, cuando se habla de Dios
como padre.
El varón “fundaba una casa,” es
decir, tomaba una o varias mujeres
para engendrar hijos. La “casa
paterna” era la unidad comunitaria
decisiva, que ni siquiera era
suplantada por el clan. Quien
entraba bajo la protección y la
autoridad jurídica del padre,
pertenecía a la familia: las mujeres
casadas, los hijos de las viudas
desposadas, los esclavos, los
siervos libres.
El clan no era una asociación
organizada de “casas paternas,” sino
una efectiva comunidad de sangre de
cierta amplitud, que por lo general
habitaba en la misma aldea o en las
aldeas vecinas. Las casas paternas
conservaban — respecto del clan — el
carácter de unidad social básica,
mientras que el clan actuaba como
unidad protectora de las mismas. Es
probable que en el clan sólo hubiera
un padre honorífico; en él los
derechos se ejercían casi de
necesidad en forma democrática.
Su unidad y cohesión la expresaba el
clan mediante la tradición de un
registro genealógico, en el que
constaba el parentesco de cada una
de las familias. La palabra que
indicaba esa unidad de los miembros
del clan era la palabra “hermano”
(cf. las observaciones hechas a Gen
13:8). Esa palabra indica así mismo
que los elementos verdaderamente
constitutivos de dicho clan eran los
miembros masculinos. De ahí que las
genealogías se trazasen en principio
sobre la línea de varones.
En las designaciones “casa de
Israel,” “casa de Judá,” “casa de
José” se percibe un cierto énfasis
sobre la casa paterna como base de
la sociedad, aunque con tales
fórmulas se señalen unas unidades
sociales de mayor envergadura. En
este sentido la “casa” no puede
definirse como una unidad mayor
precisa. Es probable que en los
orígenes con tal término sólo se
quisiera indicar la unidad absoluta
de esa realidad social.
LA TRIBU.
Ésta no fue en Israel, a diferencia
del clan, una organización fundada
en la consanguinidad, aunque en los
relatos sobre los doce hijos de
Jacob parezca imponerse esa
concepción. Ese montaje de los doce
hermanos sólo pretende indicar que
las tribus eran hermanas, o debían
serlo, en virtud de la alianza que
habían establecido entre sí.
Los clanes que habitaban regiones
colindantes se juntaron formando una
tribu. Las genealogías bíblicas
presentan a esos clanes como “hijos”
de un patriarca, para probar así su
estrecha unidad y cohesión dentro de
la tribu. Así pues, en las
genealogías de las distintas tribus
(“Y los hijos de Judá son éstos...”)
subyace el mismo sistema que en la
genealogía del conjunto de las
tribus a las que se hace descender
del patriarca Jacob.
La tribu era una forma de
organización, mientras que el clan
era una sociedad natural. Su sentido
práctico era la defensa común y, en
ciertas circunstancias, también la
ampliación del territorio tribal, no
sólo conquistando nuevas tierras
sino también incorporando a la tribu
nuevos clanes.
Las tribus de Israel se agruparon
probablemente en torno a un
santuario cananeo conquistado como
su centro, aunque esto no siempre
resulta claro en las narraciones
bíblicas por el esfuerzo de los
escritores deuteronomistas empeñados
en poner de relieve el santuario
central de Jerusalén.
EL ESCLAVO.
Aparece durante todo el período
bíblico como un miembro de la
familia. Ya en la época de los
patriarcas era la esclavitud un
derecho consuetudinario. El pueblo
de los esclavos aumentaba de
continuo con los prisioneros de
guerra o con las mujeres de los
vencidos. Los fenicios y los
madianitas pasaban por ser expertos
mercaderes de esclavos, pero también
adquirían ocasionalmente personas
que se les ofrecían (por ejemplo,
gentes endeudadas o secuestradas) y
que luego vendían en los mercados de
esclavos. El mejor documento bíblico
del comercio esclavista de los
mercaderes de Madián es
la historia de la venta de José por
sus hermanos (Gen 37:23s).
Los testimonios más extensos sobre
la cotización y trato de los
esclavos en Mesopotamia nos los
proporciona la estela legislativa de Hammurabi,
que regula el derecho esclavista:
cómo se ha de proceder con los
esclavos huidos, cuál es la
compensación exigida por la lesión
de un esclavo, etc. Así pues, el
derecho esclavista no era el derecho
de los esclavos, sino el derecho
sobre los esclavos. Cabe suponer que
durante la época de los patriarcas
el derecho esclavista era muy
similar en todo el Próximo Oriente,
aunque había también diferencias en
el trato humanitario que se daba a
los esclavos. Cuanto más de
confianza era el trabajo que el
dueño encomendaba a un esclavo,
tanto más humano se mostraba con él
en general, aunque evidentemente en
aquella época el amo no tenía
obligación alguna para con las
gentes privadas de libertad.
El esclavo podía ser comprado, como
lo fue la egipcia Agar,
la esclava de Sara, a la que Abraham
hizo madre de Ismael (Gen 16:1). Y
el esclavo podía también haber
nacido en la casa, como fue el caso
de Eliézer de
Damasco, el administrador de Abraham
(Gen 15:2). De Abraham se cuenta que
circuncidó “a todos los varones de
su casa, tanto el nacido en casa
como el comprado con dinero a los
extranjeros” (Gen 17:27). Aunque
este motivo de la circuncisión es
sin duda una retroproyección del
posterior derecho esclavista de
Israel al período abrahámico, tiene
sin embargo un valor documental para
la época de los patriarcas, por
cuanto que de ella podemos colegir
que en aquel tiempo se podía
fortalecer la “propia casa” con
esclavos; lo que quiere decir que no
se les veía simplemente como
personas infravaloradas. El esclavo
podía incluso ser heredero (cf. el
caso de Eliézer en
Gen 15:23).
La “esclavitud por deudas” se dio
realmente sólo de forma ocasional,
por lo que no se la puede considerar
como una forma específica de
esclavitud. La parábola del siervo
despiadado (cf. Mt 18:2335) contiene
las distintas situaciones posibles.
Si el endeudamiento era tan grande
que superaba con mucho la cantidad
que en el mercado de esclavos podía
obtenerse por la venta de un hombre,
entonces el acreedor estaba
autorizado a vender al deudor. La
parábola habla también de la venta
de su mujer, aunque de ello no
existen testimonios jurídicos para
el tiempo de Jesús; la venta de los
hijos sí está en cambio confirmada
por testimonios legales. La
esclavitud cesaba a los siete años
cuando se trataba de un esclavo y de un
dueño israelitas.
De Mt 18:30 y 34 se deduce otra
forma de esclavizamiento que,
probablemente, se aplicaba sobre
todo cuando la suma adeudada era tan
pequeña que no justificaba la venta
de un hombre. El esclavo por deudas
era arrojado en prisión (calabozo de
deudores) para que pagase la deuda
con su trabajo. Los “atormentadores”
en el trabajo hay que verlos como
incitadores de un mayor rendimiento.
Baste agregar que esa reglamentación
legal descansaba en la obligación de
compensar por el robo. El ladrón
tenía que restituir el bien
sustraído; si no podía restituirlo,
el perjudicado podía venderlo o
arrojarlo en el calabozo de los
deudores. El préstamo no devuelto
era considerado como un bien robado
y no restituido.
Junto a esa esclavitud forzosa
existía también la esclavitud
voluntaria, por la que el deudor se
vendía a sí mismo para poder
solventar una deuda o reparar un
daño cometido (cf. la oferta de los
hermanos de José a éste en Egipto:
Gen 44:9).
En sentido impropio se denominan
“esclavos del rey” los ministros,
funcionarios, oficiales, soldados y
el pueblo entero. La aplicación de
la palabra se encuentra también en
niveles menos elevados para designar
a los subalternos. Tal podría ser el
caso, por ejemplo, del siervo o
criado del centurión de Cafarnaúm
(Mt 8:6), que necesariamente no
tenía por qué ser un esclavo de
dicho centurión.
La auto
designación como “esclavo” (siervo)
se relaciona con este último tipo de
esclavitud. Es una manera de
autocalificarse que expresa una
sumisión absoluta, en ocasiones de
un peticionario. Así, por ejemplo,
Abraham saluda a los tres varones
llamándose su “siervo” (cf. Gen
18:35); el tratamiento es sincero,
aunque Abraham no tuviera conciencia
de estar hablando al Señor. En la
puerta de la ciudad Lot invita a los
dos ángeles a que acudan a la casa
de su “siervo” (Gen 19:2). Jacob
saluda como “siervo” a su hermano Esaú,
cuando éste llega a su encuentro con
un acompañamiento de soldados (Gen
32:19ss). En presencia de José, sus
hermanos llaman a su padre “siervo”
del visir... (Gen 43:28). Y se
comprende que con tal manera de
hablar el hombre se designe como
“siervo” frente a Dios (cf. así
mismo el apartado sobre el “Siervo
de Dios”).
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LOS ANCIANOS.
Tuvieron un papel importante en
Israel e incluso más tarde, en el
período judío, aunque no conozcamos
claramente todas y cada una de sus
funciones. En la organización
originaria y natural de la gran
familia (clan) el anciano aparece
como el cabeza; función ésta que en
todo el Oriente antiguo aparece como
una institución jurídica, refrendada
por el derecho de primogenitura
vigente y que se fue reforzando de
continuo a lo largo del tiempo. La
primogenitura es un concepto
relativo, pues puede estar referida
al clan o también a una pequeña
familia; pero en cualquier caso
ennoblece. Por ello es verosímil que
también en los tiempos más antiguos
el anciano del clan formase un
consejo de ancianos con los cabezas
de las familias pequeñas. Y similar
debe de haber sido la situación en
tiempo de los patriarcas bíblicos.
Cuando esas grandes familias
formaron una gran organización y se
desarrollaron hasta convertirse en
tribus, resultaba normal que los
“ancianos” fueran también los
verdaderos regidores de la tribu. En
la literatura bíblica el consejo de
ancianos se atribuye a Moisés como
una institución suya personal,
aunque suponiendo ya la existencia
de los “ancianos”:
“Dijo Yahveh a
Moisés: Júntame setenta hombres de
los ancianos de Israel, de los que
tú sabes que son los ancianos del
pueblo y sus dirigentes, y llévalos
a la tienda de la reunión, y que
estén allí contigo. Yo descenderé y
te hablaré allí; tomaré del espíritu
que hay en ti y se lo infundiré a
ellos, para que compartan contigo la
carga del pueblo y no la lleves tú
solo” (Núm 11:1617).
Como ese capítulo pertenece a los
textos más antiguos del Pentateuco,
bien puede retrotraerse su
formulación oral hasta los tiempos
mismos de la conquista del país. El
sentido del capítulo es el de anclar
en la Ley misma un consejo de
ancianos elegidos de entre las
tribus y por tanto una asamblea de
ancianos como una asamblea de
delegados del pueblo.
Pero precisamente ese mismo pasaje
enseña a la vez que ya en esa
temprana época de Israel (tras la
conquista de Canaán) no todos los
viejos de las familias, los clanes o
las tribus constituían los
“ancianos,” sino que tal institución
la formaban sólo los ancianos con
una experiencia especial, o que
pertenecían a familias de singular
prestigio. Pero al mismo tiempo ese
principio electivo significa los
primeros supuestos para la evolución
desde la oligarquía de los
primogénitos en los clanes de la
tribu hasta constituir casi una
aristocracia parlamentaria.
Y ambas cosas seguían descansando en
la tribu como comunidad básica.
Pero, con la sedentarización,
esa comunidad básica de la tribu fue
retrocediendo cada vez más en la
conciencia de la gente, y por tanto
también en la práctica, en favor de
la unidad de asentamiento (la
ciudad, la aldea, el lugar), de modo
que a los “ancianos” (es decir, al
consejo de ancianos) — con toda
seguridad ya hacia el 900 a.C., y
desde luego tanto en Israel como en
Judá — ya no pertenecían los
representantes de la tribu sino los
representantes de las unidades de
asentamiento de las familias más
preclaras. Como la mayor parte de
las veces habitaban varios clanes en
el mismo lugar, el verdadero
principio de la ancianidad no se
quebrantaba con la frecuencia que
podría parecer a primera vista.
La influencia de los ancianos en la
vida política varió según las
épocas. Antes del período monárquico
eran los verdaderos dirigentes de
las ciudades y aldeas. Y con toda
seguridad que también los “jueces”
fueron llamados de sus filas como
instrumentos de Yahveh.
Fueron también ellos, en su calidad
de asamblea popular, los que
solicitaron el nombramiento de un
rey. Lo que no se dice es que
siempre fueran únicamente setenta
ancianos de acuerdo con Núm 11:1617.
En dicho texto el número 70 enlaza
sin duda con el número de
inmigrantes que llegaron con Jacob a
Egipto (Núm 1:5); era, pues, una
expresión de la unidad histórica. El
otro principio electivo comportaba
también otros números, probablemente
mucho más altos.
David se hizo elegir rey por los
ancianos de las tribus meridionales
— como asamblea popular — y más
tarde también por los ancianos de
las tribus del norte. En su
ordenamiento administrativo del
Estado, el propio Salomón hubo de
respetar los derechos de gobierno
local de los ancianos. Cuando
Salomón murió, éstos presentaron un
programa a Roboam,
hijo y sucesor de Salomón,
señalándole cómo querían que los
gobernase; y fueron los ancianos de
las tribus septentrionales los que,
descontentos de su respuesta,
provocaron la separación de los dos
reinos.
En las campañas bélicas,
originariamente fueron los ancianos
los caudillos natos. Sólo bajo
David, que se sirvió en gran
abundancia de mercenarios, dejaron
de ser los jefes exclusivos de las
tropas. Todo parece indicar que fue
ésa la función que primero y más de
raíz perdieron.
Con el cargo de anciano del clan
durante los primeros tiempos se
comprende que fuera también unido el
cargo de juez. Aunque parece que ya
Moisés no dejó ese cargo en sus
manos de modo general. La
designación de los caudillos
populares en la “época de los
jueces” podría así mismo indicar que
había un estamento judicial formado
por los ancianos, entre el cual se
designaban posteriormente los
“jueces” en la acepción de caudillos
populares. El principio no nos
resulta aquí nada claro. Pero, en
cualquier caso, ya en época
antiquísima los ancianos de las
familias no disponían de la potestad
judicial generalmente. De lo que no
hay duda es de que, incluso en el
período dinástico, existía la
judicatura comunal de las ciudades
formada por “ancianos”; pero no
sabemos si éstos se identificaban
con los regidores de la ciudad, ni
si cada uno podía ser a la vez
miembro del gobierno urbano y del
colegio de jueces. Se reunían en la
puerta de la ciudad para juzgar, sin
que hubiera en ello demasiados
formalismos. Diez ancianos (según se
ve por Rut 4:2) formaban un tribunal
ordinario. Y ése pudo ser el derecho
vigente desde poco más o menos el
año 1000 a.C. Pero en tiempos del
profeta Amos (siglo VIII a.C.) y de
Zacarías (siglo VI a.C.) parece que
el tribunal de ancianos que juzgaba
en la puerta no siempre gozó de la
mejor reputación. Al menos ambos
profetas reclaman respeto a la
justicia en la puerta y una rectitud
insobornable en sus juicios.
El gran consejo (griego: synedrion,
y sanhedrín en
el lenguaje rabínico) pasó a ser
hacia el 200 a.C. la
institucionalización del consejo de
ancianos (de ahí también su nombre
griego de gerousia),
que fue la autoridad de la autoadministración judía
bajo dominio sirio. Por eso tuvo
también (como la asamblea de
ancianos de Núm 11:16) 70 miembros,
a los que se sumaba el sumo
sacerdote en funciones, como en
tiempos se había sumado Moisés a los
70 ancianos. El gran consejo incluía
a los “ancianos,” es decir, a los
honorables del pueblo que no eran
sacerdotes, a los “pontífices” que
ya no ejercían el cargo y a otros
miembros masculinos de las cuatro
familias pontificales. Y desde
aproximadamente el año 70 a.C.,
cuando los fariseos lograron una
gran influencia bajo la reina
Alejandra, también entraron en el
gran consejo los doctores fariseos
de la Ley, que en el NT suelen
designarse como los “escribas y los
fariseos.”
De entre esos letrados fariseos
pertenecientes al gran consejo en
tiempo de Jesús la Biblia sólo nos
da el nombre de Nicodemo.
El lugar de reunión del gran consejo
era el “pórtico de las piedras de
sillería” en el recinto del templo.
Desde la muerte de Arquelao (año 6
d.C.), cuando los romanos asumieron
el gobierno de Judea de forma más
enérgica, el gran consejo se
convirtió en el órgano de autoadministración judía
bajo la vigilancia romana; hasta
entonces — bajo Heredes el Grande y
Arquelao — su autoridad había estado
profundamente recortada en favor de
los derechos de la soberanía real.
Pero tampoco los romanos otorgaron
al gran consejo todos los derechos
que éste reclamaba para sí como
órgano de gobierno, sin que nos
consten claramente sus competencias.
Por lo que respecta a la pena
capital, que tuvo un papel en el
proceso de Jesús, el gran consejo
probablemente no tenía el derecho de
hacer ejecutar una sentencia de
muerte decretada por él mismo. Para
ello necesitaba la ratificación del
procurador romano.
En virtud del derecho romano se le
impuso, según parece, al gran
consejo el designar a diez ancianos
acaudalados — no es seguro que
tuviesen que ser miembros del gran
consejo —, los cuales habían de
actuar como mediadores frente al
gobierno militar romano. Esos “diez
primeros” o “decaprotos”
(griego: hoi protoi deka;
latín: decemprimi)
eran sin duda una especie de rehenes
activos y libres que con toda su
capacidad respondían de unas
relaciones leales entre la autoridad
religiosa judía (que por otra parte
coincidía con la autoridad civil) y
el gobierno militar romano. A tales
“decaprotos”
pertenecía José de Arimatea.
En analogía con el gran consejo,
todo asentamiento humano que contase
al menos con 120 varones adultos
tenía que tener un (pequeño) consejo
(sanhedrín),
compuesto de 23 miembros. (Dado que
120 adultos constituían una
comunidad capaz de consejo, que era
como decir con plenos derechos, el
texto de Act 1:15 subraya que en el
cenáculo, para la elección del
apóstol Matías, había “un grupo de
personas en total como de ciento
veinte.”).
En la Iglesia primitiva los
presidentes de las comunidades
cristianas locales también se
denominaban “ancianos,” según el uso
generalizado del término. De la
designación griega del término, presbyteros,
deriva nuestro “presbítero” (y en
las lenguas anglosajonas los
términos priest y Priester).
Los ancianos del Apocalipsis (Ap
4:4.10; 5:514: etc.) apenas si
parecen tener puntos de contacto con
el concepto de “anciano” de la
historia israelíticojudía,
aunque subyace un cierto juego con
la coincidencia del número: la
comunidad pequeña constituía un
tribunal de 23 miembros; la
comunidad de Jesús, que supera a
todas las otras pequeñas
comunidades, constituía un tribunal
de 23 + 1 ancianos.
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FIESTAS Y MÚSICA.
Desempeñan un papel importante en
todos los pueblos antiguos. En la
primera época de Israel las fiestas
se celebraban con alegres banquetes,
por lo general al aire libre; y el
banquete continuó siendo el
epicentro de la fiesta. También la
Pascua era en tiempos de Jesús
fundamentalmente el banquete
pascual. Y en tiempos de los
santuarios en tiendas, de los
santuarios en los lugares altos y
del primer templo las fiestas sacrificiales eran
en su esencia banquetes sacrificiales.
De tales banquetes formaba parte la
danza, la danza de presentación.
No sabemos con certeza si en los
clanes y tribus de Israel existían
también las fiestas “secas” —
similares al “parloteo” de los
negros —, pero es verosímil. Tales
fiestas, en las que los hombres se
reunían para deliberar y conversar
entre sí, debieron de ser sobre todo
las horas de los relatos sobre las
tradiciones tribales; cosa que
después se repetía a gran escala en
las fiestas en que el pueblo se
congregaba alrededor de los
santuarios. Era la ocasión adecuada
para el canto recitado.
El canto, es decir, la música con la
voz humana debió de ser la expresión
originaria en las circunstancias
alegres y tristes. El canto
narrativo del solista, pero también
el canto coral de las chanzas y el
canto rítmico del trabajo siempre
tienen un papel importante en las
culturas de los comienzos; y
difícilmente cabe imaginar que no
ocurriera lo mismo en las tribus de
Israel, que por lo general vivían
encerradas en sus asentamientos
montañosos.
También tenemos testimonios al
respecto en la cultura superior del
período monárquico, así como en la
época de la cautividad de Babilonia
y la subsiguiente: por ejemplo, el
cántico de Débora. De la existencia
de cantos gnómicos u oraculares son
buena prueba la bendición de Jacob,
la bendición de Moisés y, sobre
todo, los cantos de muchos profetas
que recurren de continuo a tales
formas, así como los salmos y las
lamentaciones.
Del hecho de que hubiera cantos con
estribillo podemos deducir incluso
algo del tipo de canción; y
probablemente hay que añadir que el
estribillo no necesariamente tenía
que contener un texto, sino que
también podía ser un juego de
sonidos rítmicos que nada decían,
como nuestro “tralalá,”
etc. El “amén” y el “aleluya” del
culto son formas religiosas de ese
uso generalizado del estribillo.
En el acompañamiento del canto
parece que se usaban preferentemente
instrumentos de rasgueo, además de
los tamboriles y de otros
instrumentos rítmicos. Dos eran los
que se conocían de ese tipo: la lira
de caja y la lira en diagonal.
La lira de caja (kinnor,
griego kithara)
se tocaba permaneciendo el músico
sentado o caminando, como en la
danza; la lira en diagonal (nebel)
era un instrumento preferentemente
litúrgico, pero que — sin duda que
como un instrumento de orquesta —
también se tocaba en las casas
acomodadas fuera del servicio
litúrgico.
La lira de caja era pequeña y tenía
un marco rectangular, provisto en
parte con un fondo de resonancia. La
lira en diagonal tenía
aproximadamente la forma de nuestra
arpa, aunque pequeña como una
cítara. Por lo demás era un
instrumento que podía presentar
formas mayores, aproximadamente como
las de un arpa. En el fondo, el arpa
es una lira en diagonal.
Para la danza, tanto la individual
como la danza en corro, practicada
sobre todo por hombres, se empleaban
instrumentos que marcaban el ritmo.
Las danzas individuales de las
mujeres sólo empezaron bajo
influencia helenística y sobre todo
romana.
Para ello el instrumento más
sencillo era la mano; las palmas en
la danza es una forma antiquísima de
marcar el ritmo, y en realidad parte
misma del baile. A eso se añadió,
probablemente muy pronto, el
tamboril (pandero) de piel tensada,
que se golpeaba con los dedos o con
el dorso de la mano. Los tocadores
eran a menudo mujeres, mientras que
los danzarines eran los hombres.
Ignoramos en qué medida se
utilizaron los instrumentos de
pulsación y los de viento para la
danza. La danza de David delante del
arca de la alianza no es un
testimonio en favor del baile con
lira, porque ahí la lira aparece
como instrumento que acompaña al
canto.
Como instrumentos para dar señales
se mencionan dos: el cuerno y la
trompeta. El cuerno es el
instrumento más primitivo; era un
auténtico cuerno de carnero (aunque
a veces también se empleaba el
cuerno de toro), con el que por lo
demás sólo se podía emitir un sonido
largo, claro y un tanto duro; pero
era un sonido que llegaba muy lejos.
Ese sofar era
sin duda el verdadero instrumento de
señales de los nómadas y como tal se
adoptó también ya en el país
sedentario: para convocar al
ejército y para dar la señal de
alarma. Su carácter primitivo lo
hacía también apto como señal del
heraldo en la proclamación de un rey
(en su ascensión al trono) y en el
anuncio del año nuevo. El servidor
de la sinagoga lo utilizaba así
mismo para indicar el comienzo del
sábado.
La trompeta era una pequeña caña, de
hasta 50 cm de
larga, que se abría un poco en la
parte anterior, y en la que se
soplaba como se hace todavía hoy en
el cuerno. Tal trompeta carecía de
válvulas. La trompeta era un
instrumento que llamaba a la guerra,
pero también anunciaba las fiestas.
Con trompetas se anunciaba el
comienzo del mes (la fiesta de la
Luna Nueva).
No había trompas. Lo que algunas
traducciones modernas vierten así
corresponde las más de las veces al
cuerno, al cuerno de morueco; sería,
pues, el cuerno el instrumento que
anuncia el día final, la llegada del
tiempo mesiánico, ya que
probablemente se trata del “día de Yahveh,”
visto como el día de la
entronización del Mesías. Y
tradicionalmente era el cuerno de
carnero el que anunciaba el
acontecimiento de una entronización
regia.
De una música de orquesta
difícilmente puede hablarse en la
antigüedad, a no ser que designemos
así cualquier conjunto de
instrumentos. Las ilustraciones
murales de Egipto confirman la
existencia de pequeñas capillas
musicales, formadas por una lira en
diagonal grande (arpa), un
instrumento parecido al banjo y dos
flautas. Éstas podían ser de varios
tipos: la flauta pastoril
(caramillo, flauta de Pan); la gaita
con una caña para llenarla de aire y
otra caña con agujeros; la chirimía
(oboe) con una o varias cañas de
agujeros; simultáneamente se podía
soplar en ambas cañas, tocando en
una la melodía y en la otra el
acompañamiento bajo.
LA ALIANZA.
Este término es central en el
vocabulario de toda la Biblia. Para
poder entender la importancia religiosopolítica de
la alianza veterotestamentaria y
la importancia universal de la del
Nuevo Testamento, hay que tener en
cuenta la importancia general que
los pactos y alianzas tuvieron para
la vida del Oriente antiguo.
“Alianza” es ante todo un acto
jurídico entre dos personas. Dos
pactantes, de la misma o de
diferente categoría, contraen
determinadas obligaciones mutuas
(que pueden ser las de ayudarse o
protegerse), y sellan esas
obligaciones mediante un acto
religioso, que a veces convierten a
la vez en una especie de parentesco.
Las dos bases de la seguridad
jurídica entre los pueblos que
conocen la “alianza” son parentesco
o pacto.
Varios eran los ritos con que se
sellaba la conclusión de una
alianza: el banquete común, la común
manducación de la sal, el hundir las
manos en la sangre de un animal para
el sacrificio (“sangre de la
alianza”), el lavatorio de las manos
en esa sangre de la alianza, el
intercambio de armas o vestidos, un
apretón de manos, un beso fraternal,
o varios de esos ritos a la vez, que
seguían a la confirmación de la
alianza con juramento.
Un rito particularmente sorprendente
— del que hay constancia en varios
pueblos del Próximo Oriente antiguo
— servía para ese juramento de
lealtad: los animales del sacrificio
(por ejemplo, un ternero, una cabra,
un carnero, incluso un asno donde
era animal apto para el sacrificio)
eran descuartizados en dos partes,
las cuales se colocaban a los dos
lados una frente a otra, y por el
pasillo que dejaban entre ambos
montones pasaban los pactantes (o
solamente uno, por ejemplo, el
vencido, que prometía sumisión al
vencedor) con una antorcha, como
dando a entender: Si no guardo esta
alianza, que me suceda como a estos
animales (cf. Gen 15:721). Concluir
una alianza se dice en hebreo karat berit,
que literalmente significa “cortar
entre dos”; tal vez esa designación
tuvo su origen en el rito que
acabamos de describir. El berit,
que nosotros hoy traducimos por
“pacto,” significa propiamente
“entre dos.”
Todos esos pactos se llaman también
ocasionalmente “pactos de Dios,”
porque todos se juraban delante de
un dios, y ese dios era tenido como
el garante y salvaguardia de la
alianza. Por ello se le llama a
veces “dios de la alianza.” Pero de
un “dios de la alianza” en el
sentido de un dios que a su vez
fuera pactante sólo habló el antiguo
Israel.
Doscientas ochenta y seis veces
aparece en el AT la palabra berit,
y ochenta y seis veces se habla de karat berit (“cortar
— es decir, hacer — un pacto” o
alianza). Ello demuestra la
importancia del acontecimiento para
el pueblo de Israel. Cierto que en
todos esos pactos no siempre se
habla del pacto o alianza de Yahveh con
Israel, sino que se alude también a
otros pactos meramente humanos.
Algunas referencias más a la
complejidad del concepto de alianza:
en las historias de Abraham se habla
de una alianza de protección que
tenía con sus vecinos (Gen 14:13).
Semejante alianza no atañía a lo
religioso; a pesar de lo cual era
una alianza pactada en presencia de
un dios, que por ello pasaba a ser
el dios de la alianza. Apenas puede
ponerse en duda que éste era el dios
venerado en Mamré.
También las negociaciones
comerciales se entendían como una
alianza que se juraba delante de un
dios: por ejemplo, el tratado entre
el rey Salomón y el rey Jiram de
Tiro con vistas al abastecimiento de
materiales para la construcción del
templo de Jerusalén (1Re 5:26) se
llama “alianza.” No había en
realidad ninguna otra forma de
negociación que no fuera la de la
alianza.
Dado que el intercambio de vestidos
era un rito de la concertación de
una alianza y que esa concertación a
menudo era un acto impuesto en el
que un superior obligaba al menor a
la alianza (por ejemplo, un vencedor
al vencido), en muchos “episodios de
vestidos” de la Biblia pueden verse
concertaciones de pactos, aunque en
el texto no se diga expresamente.
Cuando, por ejemplo, Elías entrega
su manto a Elíseo (cf. 1Re 19:19),
el viejo profeta compromete con ello
al profeta joven; con la autoridad
del Dios que le envía, el anciano
profeta concluye una alianza con
Elíseo en el sentido de que éste
continuará su misión. El mismo
motivo reaparece, bajo forma un
tanto cambiada, en el relato de la
sucesión de Elíseo después de que
Elías fuera arrebatado (2Re 2:13).
Pero la alianza auténtica y grande
de Israel es la de Yahveh con
su pueblo. Los narradores bíblicos
localizan la celebración de la
alianza en el Sinaí, y algunos
también en Moab,
cuando Israel pasó por allí en su
marcha hacia la tierra de Canaán.
Pero como esa alianza entre Dios y
el pueblo de Israel no es en el
fondo una realidad puramente
histórica, sino más bien la
respuesta agradecida por la
salvación de las tribus que iban a
formar el pueblo, y una convicción
creyente de que Yahveh sólo
otorga sus beneficios al pueblo
porque ha establecido con él una
alianza; por ello en definitiva poco
importa cuándo ni dónde presentan
los narradores la alianza como ya
concertada. Lo importante era que
¡la alianza existía!
Pero precisamente por ello se
justifica la pregunta de cómo y
cuándo se llegó a esa alianza. ¿A
quién se le ocurrió la idea de
semejante institución religiosa?
¿Contó con modelos anteriores? Se
han estudiado con atención el
derecho oriental y especialmente el
derecho de Israel, así como los usos
aliancistas orientales y el carácter
de la alianza bíblica del Sinaí; se
han cotejado y de todo ello se han
sacado conclusiones. Los resultados
son una hipótesis sobre el carácter
y desarrollo de la alianza yahvista de
las tribus israelitas que abre unas
perspectivas históricas muy
reales31.
De acuerdo con tales resultados, la
evolución hacia la alianza de Yahveh con
Israel se puede describir poco más o
menos así:
Los grupos del pueblo que escaparon
de Egipto, y que más tarde se
juntarían para formar Israel, pronto
necesitaron para convertirse en un
organismo social de un marco
jurídico, en el que hallasen
seguridad, sobre todo cuando los
factores externos de seguridad eran
más que deficientes en los
comienzos. Aunque sin duda llevaban
consigo ciertas organizaciones
sociales y concepciones jurídicas,
como las agrupaciones familiares y
ciánicas en que los ancianos
pronunciaban sentencia, tenían
también idea de otras posibilidades
de configuración social, que
conocían por su entorno estructurado
de manera diferente o a través de
formas que entonces eran comunes a
todo el Oriente.
Cuando ese grupo — tal como lo narra
la Biblia — llegó a la montaña del
Sinaí, Dios estableció una alianza
con su pueblo a través de los
servicios de Moisés. Es posible,
naturalmente, según piensan muchos,
que la legislación bíblica del Sinaí
sea simplemente una localización y
dramatización posterior para dar un
carácter narrativo al
establecimiento de la alianza. Pero
el acento extraordinario que el
Pentateuco pone sobre el tiempo de
la legislación — a saber, el tiempo
inmediatamente posterior a la salida
de Egipto — constituye, tanto desde
el punto de vista objetivo como
desde la seriedad con que lo toma la
tradición, una prueba de que la
alianza y la ley de la alianza
tuvieron su origen en esa época.
Decimos desde el punto de vista
objetivo, porque un grupo tan
abigarrado pronto necesitó de una
forma jurídica; y desde la seriedad
con que lo toma la tradición, porque
ningún otro acontecimiento
tradicional está tan al unísono
ligado a la concertación de la
alianza como el éxodo de Egipto. Esa
salida es el centro fijo; por lo que
se impone que el establecimiento de
la alianza y la salida de Egipto se
sucedieron también en el tiempo.
Pero, ¿qué forma se le ofrecía a
Moisés — al caudillo popular al que
la Biblia llama Moisés — para el
establecimiento de una organización
nacional libre? Porque lo nuevo fue
que el grupo prófugo necesitase de
una organización nacional libre.
Hasta entonces había vivido como un
grupo nacional bajo el faraón
egipcio, al que con toda seguridad
estaba ligado así mismo por una
alianza. Pero los prófugos escaparon
a esa alianza. Y ningún nuevo gran
rey se había preocupado todavía de
ellos. ¡Estaban sin alianza! Ahora
bien, para un grupo así, a la
desbandada, el vivir sin una alianza
era como vivir al margen del derecho
y sin ninguna protección. Los
prófugos necesitaban una alianza. Y
en este punto hemos de creer en un
milagro de inspiración, cuando quien
piensa de manera diferente tal vez
hablaría sólo de una idea genial de
Moisés, ya que Moisés dio a los
emigrantes un rey, que pactaba con
él una alianza; y les mostró a Yahveh como
el rey de su alianza.
La alianza habitual entonces — II
milenio a.C. — entre un gran rey y
el pueblo vasallo era un
procedimiento que se derivaba de los
esfuerzos estabilizadores del rey
vencedor, por el cual ligaba a los
vencidos con un juramento. La
regulación de las relaciones entre
el vencedor y los vencidos por medio
de una alianza o pacto era un uso
común en todo el Oriente, aunque
fueron los hittitas los
que practicaron especialmente este
tipo de alianza y lo difundieron
como instrumento de paz.
En las excavaciones de la capital hittita Bogazkóy y
en la ciudad de RasSamra (Ugarit)
del norte de Siria se han encontrado
dibujos acadios e hittitas con
tales fórmulas aliancistas, con las
cuales los grandes reyes hittitas ligaban
a sí como vasallos a otros reyes de,
por ejemplo, Anatolia,
norte de Siria y Mesopotamia. Esos
pactos de vasallaje son en su
conjunto y en particular documentos
de los siglos XIV y XIII a.C.; es
decir, de la época en que Moisés
hacía pactar a Yahveh su
alianza con el grupo de emigrantes
hebreos. Los hallazgos demuestran,
pues, que en el siglo XIV y XIII
a.C. el pacto hittita de
vasallaje era algo corriente y que
un hombre de la formación politicojurídica de
Moisés, que según el testimonio de
la Biblia había sido educado en la
corte del faraón egipcio, tenía que
conocer muy bien.
Los pactos hittitas y
sus fórmulas contienen los elementos
siguientes:
1. En un preámbulo viene presentado
el fundador de la alianza: un
heraldo anuncia un decreto real en
el que nombra solemnemente al
promulgador del edicto: “Así habla
el gran rey..., rey del país de Hatti.”
Se destacan su majestad y su poder,
presentándolos sobre todo en
conexión con su título oficial de
soberano.
2. Después habla el propio rey; es
decir, que el decreto habla en
primera persona de singular (yo),
mientras que el pueblo o el rey
vasallos son aludidos directamente
con el tú. Esta primera parte del
edicto aliancista propiamente dicho
se ha denominado el prólogo
histórico. Se enumeran todas las
relaciones existentes entre los
pactantes, sin silenciar tampoco los
períodos de relaciones
desagradables. En las alianzas de
sometimiento se relata con detalle
todo cuanto el gran rey ha hecho por
el pueblo con el que ahora concierta
una alianza. Ese prólogo histórico
se desarrolla siempre hasta los
últimos acontecimientos en las
renovaciones de la alianza. El
prólogo tiene una doble finalidad:
en primer lugar pretende obligar al
pueblo al agradecimiento y, con
ello, a la lealtad en la alianza con
el gran rey (aspecto ético); en
segundo lugar, poniendo ante los
ojos del pueblo los beneficios y
bondades del gran rey, trata de
mostrar que éste tiene derecho a
exigir del pueblo vasallo el
servicio sin reservas (aspecto
jurídico).
3. A ese prólogo histórico sigue la
exposición de los pactos concertados
en la alianza y que desembocan en el
servicio sin reservas del vasallo.
Eso quiere decir que éste no debe
relacionarse con potencias extrañas;
tiene que hacer la leva para el gran
rey, comparecer una vez al año ante
él para entregarle el tributo, etc.
Por lo demás, el gran rey no se
mezclaba en el gobierno del rey
vasallo. El mandamiento más
importante era el de amar al rey hittita,
a su familia y a la corte real como
el vasallo se amaba a sí mismo y
como quería a su propia familia y
corte. En el fondo todas las
condiciones particulares no eran
sino consecuencias de esa absoluta
lealtad del vasallo.
4. Tras el juramento de la alianza,
se depositaba un ejemplar de la
misma en los santuarios principales
de los pactantes. A fin de que todo
el pueblo vasallo tuviera
conocimiento de la alianza y la
recordase de continuo, el texto de
la misma había de recitarse varias
veces al año o al menos tenerlo
expuesto en público.
5. El texto de la alianza era
testificado por los dioses del
imperio hittita y
por los del reino vasallo.
6. El quebrantamiento de la alianza
comportaba la maldición de los
dioses contra el pueblo vasallo;
mientras que si la guardaba, todos
los dioses lo bendecirían.
A ese formulario básico de alianza hittita entre
el gran rey y un rey vasallo o un
pueblo vasallo se acerca la alianza
que la Biblia proclama entre Yahveh e
Israel:
1. El anuncio del heraldo es
sustituido en los relatos de la
concertación de la alianza en el
Sinaí por los relatos introductorios sobre
la majestad de Yahveh,
que el formulario hittita no
dejaba ver con claridad. Por el
contrario, Jos 24:2
muestra sin lugar a dudas la fórmula
introductoria de los edictos hittitas:
“Así habla el Señor, el Dios de
Israel.” Esa fórmula se mantendrá
más tarde como introducción a los
oráculos proféticos.
2. El prólogo histórico se compendia
en la destacada referencia: “Yo soy Yahveh,
tu Dios, que te he sacado de la
tierra de Egipto, de la casa de
esclavitud” (Ex 20:2; Dt 5:6). En
Josué ese prólogo se pone por
completo al día (cf. Jos 24:213),
por cuanto que compendia todas las
tradiciones anteriores y exalta el
don de la tierra de Canaán al pueblo
como el último gran beneficio de Yahveh.
3. Las cláusulas de la alianza son
los diez mandamientos. Tales
cláusulas aliancistas se llaman en
los documentos hittitas “palabras,”
exactamente igual que en Ex 20:1 se
designan como “palabras” de Dios los
diez mandamientos. Incluso algunos
de éstos están redactados según
fórmulas de las cláusulas de alianza hittitas:
por ejemplo, la insistencia en que
Israel no debe tener otros dioses al
lado del Señor (Ex 20:3; Dt 5:7)
corresponde exactamente a la
cláusula de que el rey vasallo no
debe reconocer a ningún otro gran
rey fuera del gran rey de Hatti;
lo que quiere decir que no debe
negociar con ningún otro. El
mandamiento más importante — amar al
rey hittita y
su corte regia como el vasallo se
ama a sí mismo — se encuentra
también en el “mandamiento
principal,” que a todas luces deriva
así mismo de un texto formulado
intencionadamente como una cláusula
o artículo de alianza.
4. El documento de la alianza es una
tabla de piedra, como era habitual
en las alianzas entre el gran rey y
el pueblo vasallo. Las dos tablas de
los diez mandamientos, que nosotros
hoy entendemos generalmente como una
“tabla primera,” con los
mandamientos relativos a Dios (los
mandamientos 13), y como una “tabla
segunda,” con los preceptos que se
refieren a la comunidad (del 4 al
10), probablemente habría que
entenderlas como tablas documentales
de idéntico tenor que correspondían
a los dos pactantes, y de las que
una, sin duda la tabla de Dios, se
conservaba en la tienda de la
alianza, mientras que la otra, la
tabla del pueblo, se guardaba en
casa del profeta, del juez o
depositada en el santuario.
La distribución de los mandamientos
en dos tablas testifica simplemente
el malentendido posterior del texto
aliancista. Pues, si ya en la
alianza regia del rey hittita quien
atacaba a una persona era como si
atacase al propio rey, eso se
aplicaba con mayor motivo en el caso
de la alianza regia con el Dios Yahveh.
Es decir, los mandamientos del IV al
X determinan exactamente igual que
los mandamientos del I al III el
derecho soberano de Yahveh,
el Diosrey de
la alianza.
5. Naturalmente, en la alianza yahvista no
puede darse una certificación por
parte de los dioses; pero en el
pacto del Sinaí (Ex 24:4), y en
forma más amplia y explícita en la
renovación de la alianza de Sikem (Jos 24:2527),
ese acto de testificación solemne se
encuentra de una manera equivalente:
“Josué,... tomando una gran piedra
la erigió allí bajo la encina que
hay en el santuario de Yahveh.
Y Josué dijo a todo el pueblo:
Mirad, esta piedra servirá de
testigo contra vosotros, pues ella
ha escuchado todas las palabras que Yahveh os
ha dicho; y también servirá de
testigo contra vosotros, para que no
reneguéis de vuestro Dios” (cf.
también las invocaciones
testimoniales de Dt 4:26; 30:19;
31:28; 32:1; Is 1:2; Jer 2:12; Miq
6:2).
6. Fórmulas de bendición y de
maldición, como las habituales en la
concertación de un pacto hittita,
se encuentran con gran profusión
referidas a la alianza entre Yahveh e
Israel, especialmente en el libro
del Deuteronomio (Dt 27:926; 28).
El mismo esquema (historia,
explicación de los motivos, fórmula
de maldición y de bendición) lo
contiene también la “predicación de
la alianza” (Dt 6:1019).
En los Profetas se habla poco de la
alianza, y casi nada de la alianza
del Sinaí. A pesar de lo cual en las
expresiones proféticas se encuentran
fórmulas de la alianza sinaítica que
están influidas por el formulario
aliancista de los hittitas.
Además de que objetivamente el tema
de la alianza y de su
quebrantamiento siempre está
presente en toda la predicación
profética. Lo cual no quiere decir
que los profetas tuvieran siempre
presente esa alianza como la
“alianza del Sinaí.” Si el pacto
entre Yahveh e
Israel era un pacto del Sinaí, de Moab o
de Sikem,
era una cuestión histórica, que tal
vez nunca pueda dilucidarse de
manera satisfactoria. Pero tal
certeza histórica es indiferente al
fenómeno religioso de la “alianza de Yahveh con
el pueblo de Israel” (para la
“alianza” en los profetas, cf. Is
24:5; 33:8; Os 6:7; 8:1).
La alianza de Yahveh con
Abraham surgió sin duda como idea
sobre la base de las historias de la
alianza del Sinaí, fijadas ya en
forma narrativa. Aunque
históricamente hay que situar a
Abraham antes, la conciencia de la
alianza de Abraham con Dios sólo
surge después de la constitución de
la alianza de las tribus israelitas.
Los profetas, que hablaban de la
conducción de las tribus desde el
Sinaí por obra del Dios de la
alianza, hacían hincapié en mostrar
cómo las tribus habían sido guiadas
por Yahveh ya
en las personas de sus patriarcas. Y
que éstos y sus tribus a través de
todos los peligros hubieran llegado
de una manera segura a formar la
confederación tribal tenía su
explicación más profunda en el hecho
de que Yahveh ya
antes había concertado una alianza
con los patriarcas. En la historia
reconstruida, o mejor integrada, de
las tribus, tal como la contaban los
profetas innominados de la alianza
tribal, Abraham, que históricamente
era con toda probabilidad el
patriarca de las tribus
meridionales, se convirtió en el
patriarca más antiguo y primero de
todas las tribus de Israel. La
preocupación y el esfuerzo por la
supervivencia, que con toda
seguridad se expresaban en las
historias tribales de cada uno de
los grupos inmigrantes, presentaban
como algo evidente el tema de una
alianza concertada entre Dios y
Abraham: sobrevivirás y hasta te
convertirás en un gran pueblo.
Así pues, la alianza con Abraham era
por su misma finalidad de otro tipo
que la alianza sinaítica.
Mientras que la alianza israelita
era un pacto de obediencia, por el
que Yahveh (a
la manera de un gran rey hittita)
tomaba bajo su protección y amparo
al pueblo pequeño y perdido en tanto
que éste estaba dispuesto a observar
las cláusulas de la alianza regia
con Yahveh,
la alianza abrahámica era
una promesa de parte de Yahveh sobre
la futura fecundidad del patriarca.
En esa idea de alianza puede haberse
mezclado una tendencia defensiva, si
es que tal tendencia no es incluso
la causa principal de la
concertación de tal pacto de
fecundidad, establecido con Yahveh.
Y es que las tribus de Israel ya
habían entrado en el país en que los baales eran
venerados sobre todo como dioses de
la fertilidad. A ellos acudía el
pueblo de Canaán solicitando
descendencia. Pues bien, si los
profetas podían contar que el mismo Yahveh,
Señor soberano de Israel y Dios de
la alianza, era también el Señor de
la fertilidad, y si podían así
demostrarlo en el propio pueblo a
través de los relatos sobre el
propio patriarca del pueblo, que ya
en la prehistoria había pactado con
ese Dios una alianza de fecundidad y
que había obtenido de ese Dios la
promesa de que llegaría a formar un
pueblo, como así sucedió, todo ello
era como un baluarte inexpugnable
contra las tentaciones de sacrificar
a los baales del
país.
Los pactos de alianza con Isaac y
con Jacob, que vienen a ser la
confirmación de la alianza abrahámica en
favor de Isaac y de Jacob, no son
otra cosa que la apropiación de la
promesa de la alianza, vinculada
narrativamente con la figura de
Abraham, al conjunto de las tribus.
Aquellas que en sus tradiciones
internas se remontaban a un
patriarca como Isaac o Jacob debían
saber que el pacto y la promesa
hechos con Abraham les afectaba a
todas. Cierto que eso ya había
ocurrido mediante la fijación de
Abraham como ancestro primero de
todos los hijos de Jacob; pero cabe
suponer que los esfuerzos de los
profetas de la liga tribal
perseguían desde todas partes el
mismo objetivo, que era el de
acelerar, intensificar o asegurar la
integración de las tribus en la
alianza tribal.
El pacto de Dios con Noé (cf. las
notas a Gen 9:117), como el estrato
más reciente de los relatos de
alianza, tiene probablemente un
sentido moderador. Ese pacto fue
proclamado con toda seguridad por un
grupo de profetas que no
consideraban a los “pueblos” dignos
de la atención de Yahveh sólo
en la medida en que se habían
sometido al rey de Judá — el rey
futuro o el sumo sacerdote —, sino
que en los “pueblos” (y por tanto,
en los gentiles) veían a priori a
personas con los mismos derechos y
equiparados por Dios a los judíos.
La mejor expresión de esa manera de
pensar es el pacto de la humanidad
con Noé. Ideas parecidas dominan al
autor del libro de Jonás.
SUBIR A INDICE
LA IMPOSICIÓN DE MANOS.
Significa en los usos jurídicos de
casi todos los pueblos a toda la
persona. En el derecho profano se
expresa y sella mediante la mano la
relación entre persona y cosa
(asunción de la propiedad) o entre
persona y persona (relación de
protección, apresamiento, relación
de sometimiento, alianza, etc.).
En el ritual religioso la mano se
considera muchas veces como
sustitutiva de la mano de Dios: por
ella califico mi propiedad cual
propiedad de Dios (la imposición de
manos sobre el animal destinado al
sacrificio en los sacrificios
israelitas); por ella se invoca la
mano de Dios como auxiliadora (de
ahí el juramento solemne de “así
Dios me ayude”). Mediante la mano
Dios toma posesión de la persona,
cuando el consagrado extiende su
mano sobre esa persona para
consagrarla a Dios. Por ella toma
Dios posesión del hombre sobre el
que se ha pronunciado una bendición;
de ahí que la bendición no pueda
retirarse, porque a Dios no se le
puede volver a quitar su propiedad
(cf., por ejemplo, la bendición de
Isaac sobre Jacob y sobre Esaú).
Si en Núm 27:1223 se cuenta que
Moisés transmitió a Josué su
ministerio de conductor del pueblo
mediante la imposición de manos,
quiere decirse que Dios tomó
posesión de Josué.
Si el profeta Jeremías, al contar su
vocación, dice que “entonces el
Señor extendió su mano...” (Jer
1:910), está proclamando que Dios lo
tomó como a su profeta en propiedad.
En el relato de la curación del
leproso (Mt 8:14) Jesús lo toca con
la mano. Y en el relato de la
resurrección de la hija de Jairo (Mt
9:1826) Jesús toma a la niña de la
mano. Prescindiendo del
acontecimiento en sí mismo, ya en el
motivo late el anuncio y
proclamación de Jesús como mediador
de vida. El Dios viviente, a través
de la mano de Jesús, toma posesión
de la mano de la muchacha, que es
como decir de toda su persona, y la
devuelve a la vida.
También la imposición de manos de
Jesús al bendecir a los niños (Mt
19:1315) hay que verla desde esta
perspectiva de la toma de posesión
que el gesto implica.
EL SALUDO.
Visto desde el punto de vista de los
orientales antiguos, el saludo no es
en el fondo otra cosa que un pacto,
aunque en la fórmula más breve. Por
ello el verdadero saludo es salom,
es decir, “paz,” como lo han
conservado hasta hoy los árabes con
su salam aleikum,
y como lo han recuperado también los
israelíes que hablan hebreo moderno
con el salom.
Cuando a un hombre se le negaba el salom,
estaba en peligro. En ese sentido se
dice en las historias veterotestamentarias de
José que sus hermanos “no hablaban
con él una palabra para el salom”
(= no le hablaban amigablemente; Gen
37:4).
Mas cuando la gente se encontraba
con ánimo pacífico, cuando se quería
poner de relieve que el encuentro
era fraterno o que se mantenía un
pacto mutuo, entonces la gente se
saludaba con el salom o,
de una forma más explícita y
solemne, mediante “La paz contigo,
la paz con vosotros.” Esa palabra
iba a menudo acompañada del beso (un
beso fraterno, porque la alianza
indicaba el hermanamiento de las
personas). Jesús le reprocha al
fariseo Simón: “No me diste un beso”
(Lc 7:45), indicando así que el beso
formaba parte del saludo para que
éste fuese completo. Y por eso
también Judas besó a Jesús en el
huerto de los Olivos al saludarle.
Cuando se comparecía ante personas
de rango elevado en demanda de algún
favor, o cuando se quería poner de
relieve los propósitos amistosos, la
gente se postraba en el suelo; es
decir, adoptaba una postura en la
que era imposible llevar a cabo
propósitos belicosos. Ése al menos
es el sentido originario del
postrarse por tierra, y tal fue más
tarde el sentido que se generalizó
(cf. la nota al texto de Gen 18:2).
EL REY.
La palabra hebrea para designar al
“rey” se deriva probablemente de la
raíz hlk (ir),
y en concreto de una forma
participial molik,
que significa poco más o menos
“guía,” “caudillo.” La forma
definitiva cuajó en melek.
No sabemos si en la época en que los
israelitas tomaron esta palabra del
lenguaje de Canaán se percibía aún
en el vocablo el sentido originario
de la raíz. Pero una cosa hemos de
suponer: que por la misma se
entendía al primero de una comunidad
en un sentido mucho más amplio del
que nosotros solemos dar a la
palabra “rey.” Tal vez podríamos
decir que melek designaba
una determinada función rectora en
la sociedad, sin connotar
necesariamente también una posición
social.
El primer hombre de una pequeña
comunidad urbana podía ser melek (rey),
sin que el nombre quisiera decir
otra cosa sino que tal comunidad
urbana no estaba regida por un
administrador al que se podía
deponer, ni por un consejo, sino por
un hombre que, por su falta de
miramientos, prudencia y coraje, se
había situado en ese puesto primero,
o que en el mismo lo habían colocado
sus conciudadanos eligiéndolo por su
audacia o su sabiduría, y al que
obedecían. Su función era la del
poder absoluto; en eso los
reyezuelos aldeanos eran iguales a
los reyes de los grandes imperios.
Al principio Israel no tuvo reyes.
Por diferentes que fueran las
tribus, no dejaban de ser eso,
“tribus,” lo cual significaba un
gobierno de ancianos. Sólo bajo la
presión de los pueblos cananeos,
gobernados por reyes, también Israel
quiso ser un reino. Samuel advirtió
de los peligros que conllevaba la
monarquía; pero finalmente le
pareció que la forma de gobierno
exigida por el pueblo era la
adecuada al momento (cf. el texto
sobre 1Sam 7:2ss).
Por lo demás, del carácter sagrado
de la liga tribal los sacerdotes
dedujeron una exigencia importante:
la de que sus reyes no fueran
simplemente elegidos, sino que
habían de ser propuestos por un
hombre de Dios. Y eso fue lo que
hizo Samuel por vez primera en la
elección de Saúl; y cuando un rey
llegaba al poder por otra vía, al
menos los círculos dirigentes de
profetas y sacerdotes lo
consideraban una deficiencia. Para
David, que se había hecho con el
poder a fuerza de coraje y astucia
se añadió el relato de su elección
por Samuel (1Sam 16:1ss). El
sacerdote o el profeta proponía al
rey, pero no lo imponía. El derecho
de los ancianos, sobre el que las
tribus evidentemente vigilaban
celosas, se impuso en el sentido de
que la asamblea popular — lo que sin
duda quería decir: la asamblea de
los ancianos — eligiría al
rey y establecería con él un pacto.
Y aunque la dinastía hereditaria a
menudo violó ese pacto, tal
procedimiento no dejó de
considerarse siempre como el camino
ordinario hacia la realeza. A la
muerte del rey Salomón los ancianos
del reino del norte, Israel,
propusieron sus condiciones a Roboam,
y cuando éste las rechazó, el pueblo
se eligió a otro rey.
Sólo después de concertado ese
pacto, o tras sellar dicha alianza,
se celebraba la unción. La unción
del monarca con aceite puede haber
sido un rito tomado de los usos
cananeos, entre los cuales el olivo
era un árbol sagrado.
Pero la unción con aceite era sólo
la adopción de un rito; lo esencial
era que con la misma el rey era
consagrado a Yahveh,
al Dios; y de ahí recibía su
dignidad, convirtiéndose en “el
ungido del Señor.”
A ese carácter le otorgaban los
profetas y los sacerdotes un gran
valor; por ello lo destacan una y
otra vez los libros bíblicos, aunque
los propios reyes quizá no siempre
le dieran la misma importancia.
Los “ungidos del Señor” no siempre
fueron reyes justos y piadosos. Y
fueron sobre todo los profetas los
que de continuo descubrían esa
contradicción y los que proyectaban
la imagen de un Ungido totalmente
justo, con un profundo sentido
social y fiel por completo a Yahveh.
Con ello el tema del rey desemboca
en el tema del Mesías (arameo mesijá =
ungido). El mesijá (Mesías,
en una forma helenizada) es
justamente el rey del futuro, que
aparecerá el “día de Yahveh”
y establecerá en el futuro el reino
de Israel, reino indivisible,
indestructible y asentado sobre la
justicia.
Las mujeres del rey rara vez las llama “reinas”
la Biblia. A pesar de ello
ejercieron una función política
eminente, prescindiendo de la
distinta influencia personal que
tuvieron en las decisiones de los
soberanos. El harén del rey era
símbolo de su soberanía y poder.
Quien entraba en el harén regio es
que aspiraba al trono; así lo hizo Absalón cuando
regresó a Jerusalén (2Sam 16:22); y
cuando Adonías,
hermano de Salomón, quiso tomar por
mujer a Abisag,
la jovencísima esposa del anciano
David, Salomón lo hizo matar (1Re
1:14; 2:1325).
Por ello el harén estaba cerrado a
otros; pero la acogida de una reina
viuda, de una princesa o de la hija
de un rey en el harén de otro
soberano era también expresión del
sometimiento de un país.
Así se explica el dato bíblico de
que el mismo rey Salomón “llegó a
tener setecientas princesas por
esposas” (1Re 11:3). Cierto que el
número es exagerado — 700 hay que
entenderlo aquí (7 x 10 x 10) como
un número de plenitud —, pero sin
duda que las esposas “principescas”
debieron de ser también muy
numerosas en realidad. No eran sólo
las esposas efectivas de Salomón,
sino probablemente también las
mujeres heredadas de su padre, y que
eran representantes de los pueblos
sometidos.
SUBIR A INDICE
EL AÑO SABÁTICO.
Al igual que cada día séptimo era un
día de descanso, un día sabático,
así también cada año séptimo tenía
que ser un año de descanso, un año
sabático. Sobre ese año de descanso
existían las siguientes ordenanzas
(Ex 21:26; 23:10; Lev 25:17; Dt
15:118):
1. El año sabático era un año de
barbechos. Había que interrumpir el
laboreo de la tierra, y sólo se
sembraba lo que podía crecer sin
cultivo ni esfuerzo. Mas no sólo
podía cosechar el propietario, sino
que los frutos de la cosecha
espontánea pertenecían también a los
pobres y a los animales.
2. En el año sabático no se le
podían cobrar las deudas a un
israelita. Esta cláusula se
relacionaba con el hecho de
permanecer los campos en barbecho,
pues que las deudas (es decir,
deudas alimentarias)
tenían que abonarse con la cosecha,
y en el año sabático no había
cosecha. Probablemente se trataba
sólo de una mora; la tradición judía
habla de un “año de perdón.”
En Dt 15:1ss se entiende ese año
sabático general como un año
sabático personal: si un acreedor no
puede cobrar de su deudor una deuda
en seis años, la deuda se condonaba
el año séptimo (prescripción).
3. Ese año sabático personal contaba
también para los esclavos
israelitas, que tenían que venderse
para pagar sus deudas: “Si tu
hermano hebreo, hombre o mujer, se
te vende, te servirá seis años, y al
séptimo lo dejarás ir en libertad;
pero al dejarlo en libertad no lo
enviarás con las manos vacías...”
(Dt 15:12s). En el texto de Hammurabi hay
pasajes paralelos, limitando incluso
el período de esclavitud a tres
años.
4. En la fiesta de Tabernáculos del
año sabático había que leerle al
pueblo la Ley — en vez de la acción
de gracias por la cosecha
. La precisión
ulterior de que esa lectura había
que hacerla “en el santuario”
indica, por lo demás, que la misma
lectura y la inculcación de los
preceptos legales sólo llegaba a los
oídos de unos pocos (Ex 23:1011; Lev
25:27).
La concepción del año sabático era
una idea agrariosocial que
tendía a impedir la explotación
excesiva del suelo y, por otra
parte, que el pueblo se endeudase o
que las deudas lo metieran en la
esclavitud. Las cláusulas no pueden
remontarse a la época de Moisés,
sino lo más pronto a la época de la
conquista. Muchos piensan que se
trata de ideas sociales cuya
antigüedad máxima se remonta al
siglo VIII a.C.32, y que los judíos
reelaboraron sobre todo en la época
del destierro de Babilonia.
No sabemos si el año sabático se
celebró regularmente. Que se intentó
celebrarlo se desprende claramente
de 1Mac 6:49.53, texto en que, a
propósito del asedio del monte del
templo por el rey Antíoco,
se dice que en Jerusalén escaseaban
los alimentos “porque era año
sabático para la tierra.” De
cualquier modo, el pasaje señala las
dificultades que comportaba un año
de yermo completo.
En la diáspora judía dejó de
practicarse el año sabático.
EL AÑO JUBILAR.
A veces se habla de “año jubilar”
sin sospechar en lo más mínimo que
se alude a una institución social
israelita. El significado del nombre
no está aclarado por completo.
Muchos quieren derivarlo del sonido
de los cuernos de carnero (yobel es
el carnero; cf. acerca de ese
instrumento lo dicho en el apartado
sobre fiestas y música), con los que
se anunciaba el año jubilar el Día
del perdón; otros descubrieron ahí
la palabra “condonación.” La Vulgata
latina traduce annus iubilaei,
de donde se derivó “júbilo,”
“jubilación” y “año jubilar.” En una
palabra, que el nombre está por
dilucidar.
El año jubilar se celebraba cada
cincuenta años; era el año de un
número perfecto más 1 (7x7 + 1).
Aunque cada séptimo año sabático y
el año jubilar eran sucesivos, no
por eso se dejaban en blanco dos
cosechas de cereales, como cabría
suponer (pues que el año jubilar era
también un año de barbechos: Lev
25:27), sino que sólo se perdía una;
el año sabático empezaba en la
primavera con la cosecha de lo
sembrado el año anterior, y faltaba
la cosecha que seguía al año de
barbechos. En cambio, el año jubilar
empezaba el día Del perdón o de la
expiación, siete meses después; es
decir, que la cosecha del año
sabático en curso coincidía con la
cosecha de primavera del año
jubilar. Más difícil resultaba con
la cosecha de frutas, aceitunas y
uvas, porque tanto el año sabático
como el año jubilar que empezaba
siete meses después prohibían el
cultivo de frutales, etc. El que uno
de los dos años no se haya
considerado año de barbecho y el
alcance mismo de tal consideración
resultan muy dudosos.
Por las disposiciones relativas al
año jubilar conocemos además los
detalles siguientes:
1. Los bienes raíces enajenados
tenían que volver a los primeros
propietarios. De ese modo los
territorios tribales mantenían sus
dimensiones. El precio de compra no
había que restituirlo. Con lo que el
tal “precio de compra” era en
realidad un precio de arrendamiento,
que se extendía en el tiempo hasta
el próximo año jubilar. También las
fincas empeñadas tenían que volver a
las manos del primer propietario en
ese proceso de remisión de deudas
(cf. más adelante sub 3). Se
exceptuaban de tales prescripciones
las viviendas en ciudades
amuralladas. Esto nos proporciona un
vago punto de referencia para la
datación de las cláusulas del año
jubilar, puesto que, por una parte,
se supone que los israelitas habitan
en ciudades amuralladas (es decir,
cananeas) y, por otra, el dato viene
a decir que tal forma de vivienda
era rara, o que al menos no afectaba
al núcleo del status social
israelita, que presuponía una
vivienda agraria, una propiedad
agraria y el trabajo
correspondiente.
2. Las casas enajenadas de los
levitas tenían que devolverse
igualmente. Lo que constituye una
precisión especialmente importante,
porque los levitas vivían por lo
general en ciudades amuralladas, en
que las fincas y casas vendidas no
volvían a manos del primer
propietario. La disposición se creó
para evitar el empobrecimiento de la
clase levítica.
3. En el año jubilar se condonaban
todas las deudas y, por ello,
también se manumitían todos los
esclavos israelitas, pues la
esclavitud sólo era posible por vía
de endeudamiento.
El año jubilar parece ser un
complemento de la legislación social
israelita en tiempo del exilio.
Aparece sobre todo en Lev 25:828, y
sabemos que todo el libro del
Levítico ha entrado en el Pentateuco
desde el denominado Escrito
sacerdotal, que es de la cautividad
de Babilonia. Aunque tiene la
apariencia de una institución social
complementaria, subyace la sospecha
de que fue introducido a fin de
imponer mediante una “ley
complementaria” las cláusulas
sociales postuladas por el año
sabático, pero que no se observaban
en todos sus extremos. Mas tampoco
aquí sabemos si el año jubilar se
llevó de hecho a la práctica en
todos sus puntos.
LOS JUECES.
Lo fueron en los primeros tiempos
los cabezas de familia y los
ancianos; con la creciente
organización de asociaciones mayores
lo fueron los ancianos del clan o de
la tribu. En las formas comunitarias
antiguas del Oriente (clan y tribu)
parece que el oficio de juez lo
ejerció un gremio, mientras que en
el ámbito comunitario más antiguo,
la familia, sólo había una
judicatura monárquica. La unidad
ciánica, similar a un pueblo
minúsculo, puede haber producido ese
gremio judicial, pues los ancianos
de las familias con sus agrupaciones
no estaban dispuestos sin más a
renunciar a su condición de jueces.
Algo parecido debió de ocurrir en
las tribus originarias israelitas,
que en definitiva no eran sino
asociaciones de clanes reunidas en
la tribu.
Pero en la historia de Israel la
aparición de Moisés, en lo que
respecta al ministerio judicial,
representa la judicatura única.
Moisés pronunciaba sentencia e
instituía jueces. Eso al menos es lo
que podemos deducir de las historias
del desierto que cuenta la Biblia.
Si son o no hechos históricos no
podemos asegurarlo de manera
rotunda; pero en cualquier caso los
relatos acerca de Moisés juez y de
la convocatoria de jueces por su
parte indican que al tiempo de la
primera redacción de los relatos de
la marcha por el desierto (ya
después de la conquista de Canaán)
existía el juez único.
Tras la conquista del país de Canaán
(hacia 12001150 a.C.), “los jueces”
empezaron a desempeñar una función.
La designación como “jueces” de esos
personajes indica que existía el
juez único, llamado por los ancianos
a la judicatura (en el sentido de
caudillaje popular). Aunque nada
preciso sabemos en esa época sobre
un ordenamiento de las instancias,
hemos de suponer, pese a la
existencia de los jueces únicos, que
hubo además gremios de ancianos como
gremios judiciales, que en los
distintos lugares resolvían los
litigios que surgían. Y ello porque
no se entiende cómo éstos hubieran
podido imponerse más tarde, ya bajo
la monarquía, de modo repentino, de
no haber contado con una larga
tradición.
Antes del período monárquico se nos
aparece como juez el personaje
relevante de Samuel. Ello ha hecho
pensar que en él tenemos la figura
de un juez en el sentido de caudillo
popular. Pero es una opinión que
difícilmente puede sostenerse.
Samuel fue un sacerdote juez, cuyo
prestigio sustentaba su influencia;
quizá fue incluso sumo sacerdote, al
que correspondían además unas
funciones judiciales. La investidura
de Saúl como rey y las severas
reprimendas de que es objeto por
parte de Samuel podrían por lo demás
explicarse desde el ministerio
judicial del profeta o desde sus
funciones como primer sacerdote. La
continuación del cargo judicial en
la persona de los hijos de Samuel y
la mención de su carácter venal
(1Sam 8:13) quieren significar por
lo menos que Samuel era también juez
en la acepción corriente.
Con la monarquía el rey pasó a ser
el juez supremo. Y como los ancianos
continuaban ejerciendo como jueces,
la judicatura del monarca debió de
ser algo así como la instancia
suprema. Sin embargo, los casos que
se le presentaban prueban que
también era posible acudir
directamente al rey. Lo más acertado
parece ser la consideración de ambos
tribunales — el de los ancianos y el
del monarca — como concurrentes y no
tanto como instancias con unos
marcos de competencias bien
delimitadas.
En tiempo de Jesús el cargo judicial
había pasado ya a los consejos. Los
pequeños sanedrines de las ciudades
y aldeas (con 23 miembros) eran sin
duda los sucesores de los antiguos
tribunales de ancianos; sólo que por
entonces estaban formados por
escribas y doctores de la Ley. Y el
gran sanedrín, el gran consejo,
representaba para aquellos pequeños
tribunales urbanos una especie de
autoridad de inspección. Pero el
sistema no resulta excesivamente
claro, toda vez que en Judea el alto
tribunal era también el supremo
tribunal civil de la autoadministración judía,
aunque fuese bajo un procurador
romano, mientras que en otros
territorios judíos sólo ejercía las
funciones de un tribunal religioso.
Tal era el caso sobre todo de
Galilea, que pertenecía a la
tetrarquía de Herodes Antipas, que
naturalmente era también el juez
jurisdiccional de su territorio. En
su función de tribunal religioso el
derecho (o la reivindicación) del
gran consejo iba incluso mucho más
allá de los territorios judíos, como
podemos deducir del envío del
perseguidor de los cristianos
Saulo/Pablo a las sinagogas de
Damasco. Ciertos casos delictivos
también eran juzgados por la
competente sinagoga local.
Cualquiera podía acudir directamente
al tribunal. El acusador o el
testigo de cargo era el satán,
el “adversario” (véase a
continuación); no había un abogado,
pero el acusado podía llevar consigo
o nombrar testigos de descargo. Más
aún, el tribunal tenía la obligación
de buscar tales testigos de
descargo, mediante proclama pública,
hasta en el mismo lugar de la
ejecución, cuando se trataba de un
condenado a muerte. Los testigos
eran las personas más importantes
delante del tribunal. Éste
pronunciaba su “culpable” o
“inocente” apoyándose en las
afirmaciones de los testigos. De
ordinario el tribunal no imponía un
castigo, sino que se derivaba de la
sentencia de culpabilidad, teniendo
ya la ley establecidas las penas.
Por lo demás, el concepto de
circunstancias atenuantes se forjó
en el curso del último siglo
anterior a la era cristiana gracias
a las especulaciones de los doctores
de la Ley; con ello se hizo también
cada vez más necesaria la asignación
de la pena por parte del tribunal de
justicia.
SUBIR A INDICE
EL “SATÁN.”
Era el acusador ante el tribunal (Zac 3:12;
Sal 109/108:6). El sentido
originario de la palabra era
ciertamente el de “adversario” (cf.
1Sam 29:4; 1Re 5:18; 11:14) o el de
alguien que crea dificultades a
otro, lo persigue, se le enfrenta
(2Sam 19:23). Por ello en algún
relato hasta se le llama “satán”
al ángel de Yahveh (cf.
Núm 22:32). A partir de ese sentido
amplísimo parece que la palabra fue
adquiriendo poco a poco su acepción
jurídica de “acusador,” sin perder
por lo demás su sentido general
básico. Ese sentido general de
“adversario” se percibía todavía en
tiempos de Jesús bajo la palabra satán,
como aparece en la frase de Jesús a
Pedro: “¡Quítate de mi presencia, satanás!”
(Mt 16: 23).
De ese sentido general y jurídico
derivó después el sentido religiosoteológico del
vocablo satán:
Satanás.
Los narradores bíblicos anteriores
al destierro de Babilonia parece que
no conocieron un satán en
el sentido del diablo. Para ellos no
había duda de que todo procedía de Yahveh.
Así cuenta 2Sam 24:1:“Volvió a
encenderse la cólera de Yahveh contra
Israel; por eso incitó a David en
perjuicio de ellos, ordenándole:
Disponte a hacer el censo de Israel
y de Judá.” Por el contrario, en
1Cró 21:1 el mismo suceso se cuenta
con estas palabras: “Satán se
levantó contra Israel e incitó a
David a que hiciera el censo de
Israel.” Así pues, en los siglos que
median entre la redacción de los
libros de Samuel y la de los libros
de Crónicas, la “cólera de Yahveh”
se había personificado en un “satán”
a propósito del mismo suceso.
Habida cuenta del tipo asistemático
de la teología judía, y teniendo
ante los ojos todas las
manifestaciones bíblicas, apócrifas
y rabínicas sobre ese “satán,”
nada cabe decir con un valor
universal y totalmente claro. Cierto
que en el judaísmo es el adversario
de Dios, pero carece de un poder
propio y está sometido a Dios, como
aparece sobre todo en el libro de
Job. Mas con el paso del tiempo se
le sintió cada vez más como un poder
autónomo, según certifican los
apócrifos veterotestamentarios y
también los libros del NT (Mc 4:15;
Lc 13:16; Act 5:3; 1Cor 5:5; 7:5;
10:10; 2Cor 12:7; 1Tes 2:18; Heb
2:14). Los rabinos continuaron
manteniendo sin embargo — y sin duda
en virtud del único poder transcendente de
Dios — el poder del adversario
sometido a la divinidad, con lo que
a menudo difuminan la figura de satán,
que en los apócrifos había adquirido
perfiles bien definidos, por
ejemplo, en frases como ésta: “El satán,
el impulso malo y el ángel de la
muerte son la misma cosa” (hacia el
250 d.C.). Por lo demás, cabe
suponer que “satán”
a menudo no es más que una persona
simbólica, que permite presentar con
todo dramatismo la imagen del juicio
del hombre ante el tribunal de Dios.
En el período romano del judaísmo
aparece satán como kosmokrator,
como “príncipe de este mundo.” Como
se creía que los distintos pueblos
estaban conducidos o protegidos por
ángeles, se le asignó al imperio
romano el adversario de Dios como un
príncipe angélico. Esa referencia se
encuentra en los apócrifos y sobre
todo en los procedentes de las
comunidades esenias (por ejemplo, en
la Ascensión de Isaías, 2:4).
Al final del presente eón (=
duración de este mundo), cuando
irrumpa incontenible el reino de
Dios, caerá satán.
Así lo cuentan los apócrifos
(Ascensión de Moisés 10:1; Libro de
los jubileos 23:29; Testamento de
Judá 25:3, en el Testamento de los
doce patriarcas). Con esas
concepciones conectaba también
Jesús, cuando al regreso de los
discípulos confirmaba la inicial
llegada del reino de Dios con estas
palabras: “Yo estaba viendo a
Satanás caer del cielo como un rayo”
(Lc 10:18; Sal 91/90:13).
En el Apocalipsis de Juan, y bajo la
imagen del satán devastador
(el gran dragón, la antigua
serpiente), se representa la lucha
del paganismo y del falso judaísmo
contra la joven Iglesia (Ap 2:9.13;
3:9; 12:910; 20:23.78).
LOS TESTIGOS.
En la praxis jurídica de Israel
tenían un papel más importante que
en la nuestra. En el “testimonio”
descansaba el veredicto de
culpabilidad contra un delincuente,
sin que éste pudiera hacer valer en
su favor ni aportar “circunstancias
eximentes.” No se conocía la figura
del abogado. Tampoco se tenían en
cuenta los elementos psicológicos en
un acto; sólo contaba la
consignación fáctica de la acción
mediante testigos de cargo o
descargo. La importancia excepcional
del testigo se hace patente en la
palabra de los diez mandamientos:
“No darás contra tu prójimo falso
testimonio” (Ex 20:16). En semejante
administración de la justicia un
falso testimonio sacudía las mismas
bases del derecho; de ahí la
enfática advertencia en el texto de
los diez mandamientos.
Para excluir de algún modo el
“testimonio” arbitrario y los
peligros de una falsa deposición
testifical, se exigían al menos dos
testigos de cargo para un crimen
condenado con la pena capital, sin
que sus afirmaciones pudieran
contradecirse en ningún punto. Al
obligar al testigo a que en la
ejecución por lapidación arrojase la
primera piedra, se hacía hincapié en
la responsabilidad que asumía. En el
caso de ser convencido de falso
testimonio, incurría según el
principio jurídico de la
compensación en la misma pena que
habría correspondido al acusado
falsamente del crimen imputado (cf.
Dt 19:16s).
Esa praxis testifical seguramente se
remontaba en Israel a tiempos
antiquísimos, aunque ello no pueda
demostrarse con la Biblia. Pero los
textos paralelos en el derecho
próximo oriental (Hammurabi)
apoyan tal hipótesis. Y se mantenía
en vigor todavía en tiempos de Jesús
y de los apóstoles. Ejemplos
notables de esa práctica testifical,
y también de su conculcación, son la
historia de la viña de Nabot (cf.
lo dicho sobre 1Re 21:129) con los
dos testigos falsos que se
presentan, y la historia de la casta
Susana (cf. lo dicho en Dan 13:164),
con dos testigos que están de
acuerdo, pero cuya falsedad se
demuestra después y son ejecutados;
y, finalmente, la tentativa del gran
consejo de condenar a Jesús mediante
las afirmaciones de testigos, pero
sus acusaciones no coincidieron (Mc
14:56).
Sobre la base del testimonio emitido
el juez pronunciaba el veredicto de
“culpable” o “inocente.” La pena se
aplicaba por sí misma, sin que el
juez tuviera que precisarla en cada
caso.
LA PREGUNTA ACERCA DE LA VERDAD.
La pregunta al acusado acerca de la
verdad de los hechos discutidos
parece que fue en Israel un medio
que se empleó desde la antigüedad
para dilucidar un derecho y, más
aún, para confirmar la sentencia
pronunciada. La fórmula
introductoria habitual era la de “Da
gloria a Dios,” que por lo demás
también se utilizaba en otros
requerimientos encaminados a un
testimonio conforme a la verdad (cf.
Lc 17:18 y Jn 9:24). La exhortación
exigía del interpelado una conducta
honrosa para Dios; es decir, una
declaración conforme a verdad. Ya el
libro de Josué certifica ese
procedimiento: “Dijo entonces Josué
a Akán:
Hijo mío, da gloria a Yahveh,
Dios de Israel y tribútale alabanza.
Declárame lo que has hecho y nada me
ocultes” (Jos 7:19).
De manera parecida habló el sumo
sacerdote Caifás al acusado Jesús:
“Te conjuro por el Dios vivo que nos
digas...” (Mt 26:63).
Nada certifica con tanta fuerza la
seguridad general con que el
israelita y el judío proclamaban a Yahveh como
su Señor supremo como ese
procedimiento para encontrar la
verdad. El mandamiento “No darás
falso testimonio contra tu prójimo”
pudo así ciertamente aplicarse
contra un malhechor; pero el
requerido no escabullía la
respuesta, sino que la aceptaba.
Aunque con toda seguridad también
hubo casos en que la pregunta acerca
de la verdad no prosperó, por otra
parte existía el convencimiento
general de que en la mayor parte de
los casos la verdad salía a luz.
LA VENGANZA DE SANGRE.
Se considera hoy habitualmente en la
concepción popular como un acto
privado de venganza; con lo cual se
la enjuicia desde la perspectiva de
una época en que toda la
jurisdicción está
institucionalizada. Bajo el
monopolio judicial de la
jurisdicción institucional la
venganza de sangre se convierte
incluso en un asesinato. Pero la
venganza de sangre fue de hecho algo
bien diferente: era un acto punitivo
legítimo contra un asesino; era una
expresión de la alta estima de la
vida. De ahí que en el lenguaje
bíblico se hable de la sangre que
clama. La sangre derramada
violentamente “grita” y pide
venganza: al cielo, a Dios; es
decir, reclamaba categóricamente un
castigo punitivo (cf. Gen 4:10; 2Mac
8:3). En ningún otro crimen se
emplea esa expresión tan vigorosa;
sólo en casos de asesinato. Por ello
el derecho de represalia o ley del
talión (ius talionis)
reclamaba que también el modo
externo de castigo fuera similar al
acto castigado. Y por eso sobre todo
surgió la opinión equivocada de que
en la venganza de sangre se trataba
de un contra asesinato por
“venganza” personal o colectiva.
Pero la palabra “venganza” nada
tiene que ver aquí con lo que hoy
entendemos habitualmente por tal.
Era más bien un acto judicial
exigido, y por ende legal, que en
ocasiones no resultaba nada fácil al
vengador de sangre conminado a su
cumplimiento.
La venganza de sangre era un deber.
El pariente más próximo del
asesinado era el vengador de sangre
obligado, en una escala que iba
desde el hijo, al hermano, el
hermano del padre, el hijo del
hermano del padre... Probablemente
ésa era la secuencia habitual en
todo el Oriente de los que estaban
obligados a la venganza de sangre,
establecida no directamente para la
misma venganza de sangre sino que
era la habitual para el
restablecimiento del ordenamiento
jurídico familiar. En el capítulo
sobre el orden de herencia (Núm
27:811) aparece la misma secuencia
para el ordenamiento hereditario en
Israel; y en el capítulo sobre el
año jubilar reaparece estableciendo
la obligación de rescatar de la
esclavitud por deudas a un israelita
(Lev 25:4849). Con lo cual el orden
de quienes estaban obligados a la
venganza de sangre queda
indirectamente confirmado por textos
legales.
Hasta qué punto la venganza de
sangre se consideraba como un deber
evidente se desprende de la
reflexión que Rebeca se hace, al
saber que Esaú quiere
matar a su hermano Jacob, que le
había arrebatado la bendición
paterna, tan pronto como el padre
muera. Entonces Rebeca aconseja a
Jacob la huida, pues... “¿Por qué he
de perderos a los dos en un solo
día?” (Gen 27:45): a uno, si Esaú mataba
a Jacob; y al otro, porque el
vengador de la sangre vengaría con
la vida de Esaú la
muerte de Jacob. Lo malo de esa vía
punitiva a través de la venganza de
sangre era la posibilidad de
reacciones violentas en cadena.
La obligación familiar de vengar la
sangre podía además inducir
fácilmente a la idea de que también
la familia del asesino podía ser
blanco de la venganza de sangre en
el caso de que no se le pudiera
echar mano al homicida; cf. la
parábola de la mujer de Teqoa (2Sam
14:511), de la cual se desprende que
tal uso existía en Israel. Aunque
seguramente ese uso quedó limitado
en época antigua. A la venganza de
sangre se puede aplicar también sin
duda alguna Dt 24:16:“No serán
muertos los padres por causa de los
hijos, ni los hijos por causa de los
padres; cada cual morirá por su
propio pecado.” Tal vez podamos
decir que nos hallamos aquí ante una
ley general de los siglos VIII o IX
a.C., ley que desde entonces fue
influyendo en los usos de la
venganza de sangre, por lo demás
difícilmente removibles.
La contención del uso de la venganza
de sangre se inició en Israel con
toda seguridad en la época de los
primeros reyes, como así mismo
podría desprenderse de la parábola
de la mujer de Teqoa (2Sam
14:511). David, en efecto, pone ya
un dique a ese uso. Pero sería falso
pretender ver en ello principalmente
una humanización de la justicia; más
bien entraba en la esencia de la
antigua realeza oriental no sólo el
sacar de la estructura judicial todo
lo que pudiera, sino también
intervenir en los usos y demás
instituciones jurídicas (por
ejemplo, el tribunal de ancianos),
para relativizar justamente el valor
y vigencia de tales usos e
instituciones legales.
En la historia de Caín y Abel
tenemos probablemente una referencia
muy temprana a los esfuerzos por
suprimir la venganza de sangre; dado
que todo el relato pertenece al
texto del Yahvista,
podría haber llegado a su contenido
actual lo más tarde en los primeros
tiempos de la monarquía. Y en ese
contenido entra el juramento del
Señor: “Pues si alguno mata a Caín,
éste será vengado siete veces” y la
afirmación siguiente: “Yahveh puso
sobre Caín una señal, para que no lo
matara quienquiera que lo hallase”
(Gen 4:15). Naturalmente, es difícil
decir si en ese texto está la prueba
de los esfuerzos realizados por
alguno de los primeros reyes de
Israel y encaminados a sustituir la
venganza de sangre por el destierro;
pero, en cualquier caso, tales
esfuerzos encajan mejor en el
período dinástico que no en la
caótica época de los jueces.
A la tentativa por suprimir la
venganza de sangre pertenece así
mismo la distinción, que se va
imponiendo poco a poco, entre
asesinato y homicidio, entre
asesinato premeditado y muerte
casual, como la que ya. se encuentra
en el Libro de la alianza (Ex
21:13). Y como resulta difícil
establecer cuándo se introdujo esa
distinción en el Libro de la alianza
y la asignación de un asilo para los
homicidas, tampoco podemos asegurar
nada preciso sobre el desarrollo
histórico de esa jurisprudencia.
Pero el establecimiento de los
lugares de asilo tal vez pueda ya
situarse en el período más antiguo
de la institucionalización de la
justicia en Israel, es decir, en la
época de los jueces. Más tarde el
Deuteronomio señala las ciudades de
asilo (Dt 4:4143), que sin duda
tienen valor ejemplar. El Escrito
sacerdotal codifica después el
derecho en vigor durante la
monarquía judaica (Núm 35:9ss),
declarando la ciudad de asilo como
lugar franco para el homicida, hasta
que sea juzgado por la comunidad.
Con ello se suprime por completo la
venganza de sangre. Esa
jurisprudencia se debe probablemente
al rey Yosafat,
o al menos fue reordenada en su
tiempo.
Pese a tal jurisprudencia totalmente
institucionalizada incluso sobre el
asesino, la venganza de sangre aún
se mantuvo como una costumbre
sagrada; en Palestina sólo resultó
imposible ya bajo los romanos (desde
el 63 a.C.).
La sangre juega un papel importante
en las expresiones de casi todas las
lenguas para indicar esa vía
punitiva. Lo que nosotros llamamos
“vengador de sangre,” en el hebreo
se decía propiamente “rescatador de
la sangre.” Todas esas expresiones
se deben, sobre todo en el Oriente
antiguo, a la concepción de que la
sangre es la sede de la vida. A esa
misma concepción responde la
prohibición de beber la sangre, con
la cual enlaza a su vez la costumbre
de matar al animal y desangrarlo
antes de descuartizarlo.
SUBIR A INDICE
LAS CÁRCELES.
No se conocieron a lo largo de toda
la historia bíblica como lugares en
que se cumplía una pena (cf. el
texto sobre Gen 39:20). Cuando a
alguien se le apresaba por haber
cometido algún hecho punible, se le
metía sí en prisión, pero sólo hasta
su enjuiciamiento. Reyes y príncipes
ponían también a sus enemigos en
cadenas, y los arrojaban en prisión,
aunque no hubiera precedido ninguna
acción punible.
Pero ese uso de la cárcel no es
típico del tiempo bíblico, y se ha
practicado hasta hoy en los campos
de concentración. A veces los
castigos se imponían en una cárcel o
antes de la misma, como en el caso
en que a alguien se le aplicaba un
cepo, que se hacía antes de
encarcelarlo.
En una cárcel fueron detenidos
durante largo tiempo, entre otros,
el profeta Jeremías y Juan Bautista,
sin que ello fuera una pena
judicial. Más que arresto
carcelario, esos casos habría que
calificarlos como “custodia por
motivos de seguridad”; en un caso la
autoridad quería impedir que
Jeremías abandonase la resistencia,
mientras que respecto de Juan
Bautista lo que Herodes Antipas
quería era impedir que continuase
predicando y comprometiéndole de
continuo.
En los pueblos nómadas se llamaba
“prisión” a la custodia temporal.
Para ello se servían de cisternas
vacías o deterioradas. Pero de
encarcelamientos en cisternas
tenemos también noticias en épocas
posteriores, como en el caso de
Jeremías.
En el templo de Salomón había una
prisión en la casa del escribano
estatal, tal vez una cárcelsótano,
excavada en la ladera de la roca. La
mayor parte de las cárceles eran
huecos abiertos en la roca. Como
cárcel de Cristo, junto a la casa de
Caifás, se señalan todavía hoy en
Jerusalén algunas cuevas. También
las cárceles de Filipos,
en que Pablo fue encerrado (cf. Act
16:23s), se encontraban según la
tradición en unas cuevas de la
montaña.
LA LAPIDACIÓN.
Fue en la antigüedad la forma
espontánea de la pena de muerte en
todos los países pedregosos
(regiones del desierto y montañas
del Oriente, Grecia, Macedonia,
España). En todas esas regiones fue
habitual. En su origen la lapidación
fue un instrumento de justicia
espontánea, que luego naturalmente
quedó regulada con el desarrollo de
los estatutos jurídicos y procesuales.
En la Biblia las perícopas
procedentes del Escrito sacerdotal y
las del NT muestran que la pena
capital contra todos los delitos
contra Dios era la lapidación: con
ella se castigaban la blasfemia, la
violación del sábado, la idolatría,
la adivinación y la brujería. Así
mismo se penaban con la lapidación
el adulterio, los delitos contra los
padres y el crimen de lesa majestad;
es decir, todos los ataques contra
los fundamentos que constituían la
estructura social.
La lapidación se realizaba fuera de
la ciudad o de la aldea. El
delincuente era precipitado desde un
lugar elevado (de unos 4 m), y si no
moría de la caída, se le remataba
golpeándole con una piedra pesada en
la región cardíaca.
En los lugares llanos el condenado a
menudo era cubierto con las piedras
que se le arrojaban.
Los testigos de la condena arrojaban
la primera piedra, terminando
después la lapidación los ciudadanos
de la ciudad agraviada por el
crimen. (En la justicia espontánea
podía, por lo demás, ocurrir que el
lapidado no muriera). A menudo
también la tumba se cubría con un
montón de piedras. (En muchos
lugares, aunque en la Biblia no hay
testimonio, la lapidación la
realizaban hombres designados por el
juez.).
LA CELEBRACIÓN DEL DUELO.
Entre los usos relacionados con la
celebración del duelo sólo voy a
recordar algunos de los que aparecen
una y otra vez en la Biblia. No es
necesario, pues, hacer hincapié en
que los párrafos siguientes no
pretenden ofrecer un tratado
completo de los usos relacionados
con el duelo.
Desgarrarse los vestidos en señal de
duelo es un uso practicado en el
Oriente desde antiguo. Deriva
probablemente de tiempos
antiquísimos en los que el culto de
los difuntos y el miedo a los
espíritus de los muertos todavía
eran el elemento básico de las
creencias. No hay una explicación
segura de tal uso. Algunos
investigadores piensan que en los
orígenes el desgarramiento de las
vestiduras fue un gesto espontáneo
para entregarse al difunto; otros
ven en el acto una especie de
aireación de las propias vestiduras
con que expulsar las influencias
maléficas que podían salir del
muerto, al igual que también existía
el gesto de velarse el rostro para
no ser reconocido por el difunto, y
como se cortaba el cabello o se
escondía la barba para no ser presa
de las influencias maléficas, que se
concebían de una forma muy crasa.
Los narradores del AT y los
escritores del NT conocen ese uso
tradicional de desgarrarse los
vestidos, sin que sepan ya cuáles
fueron sus motivos originarios. En
época posterior el gesto — y en
consecuencia lógica de haberse
perdido el sentido original — pasó a
ser simplemente un signo de duelo,
aun en los casos en que no se
trataba de un difunto (por ejemplo,
cuando el sumo sacerdote Caifás
desgarra sus vestiduras al escuchar
la confesión de Jesús, que a él le
suena como una blasfemia contra
Dios).
El rito de “desgarrarse los
vestidos” se hacía rompiendo en dos,
de arriba abajo, el sobrevestido o
manto. Los vestidos desgarrados se
colocaban a veces sobre la
vestimenta que expresaba el duelo,
en el caso de que se llevase. Las
partes no volvían a coserse. Eso en
los primeros tiempos. En época
posterior los doctores de la Ley
reglamentaron con toda precisión el
rito: los casos en que era
obligatorio rasgar el vestido,
cuándo había que hacerlo y cuándo
no. A menudo el gesto no pasaba de
ser un pequeño desgarrón en la parte
del pecho.
La época de los patriarcas
probablemente practicó todavía la
rasgadura de los vestidos como señal
de protección y como manifestación
de duelo en la muerte de una
persona. Así las cosas, el que Jacob
se rasgase las vestiduras al conocer
la muerte de su hijo José podría ser
un hecho histórico de la época
patriarcal; en cambio, el que Rubén
hiciera el mismo gesto no por un
difunto sino por la tristeza de la
venta de José, pertenecería a un
tiempo en que la rasgadura de los
vestidos se sentía ya simplemente
como un gesto de dolor.
Estas consideraciones nos dan una
perspectiva de la formación e
historia del Pentateuco y nos llenan
de una serena sobriedad frente a la
palabra de Dios pronunciada en la
historia y a través de la historia.
El vestido de duelo en la Biblia es
el saco. Entre las varias palabras
que las lenguas modernas han tomado
de la Biblia está justamente la de
“saco.” El sak hebreo
era una tela tosca, filamentosa y de
pelos que, como vestido de duelo,
cubría la parte inferior del cuerpo,
al que se le fijaba por medio de un
cinturón. El enlutado llevaba un
vestido interior debajo del saco;
ordinariamente los enlutados y
penitentes llevaban desnudo la parte
superior del cuerpo. Incluso las
mujeres, aunque sobre el saco podía
llevarse también el vestido
desgarrado.
El mismo saco se llevaba como
vestido penitencial. Juan Bautista
llevaba una de esas prendas toscas.
El llanto formaba parte del gran
ceremonial del duelo en Oriente. En
la Biblia se menciona por vez
primera cuando Jacob recibió la
noticia de que su hijo José había
sido devorado por las fieras
salvajes; entonces se dice que “hizo
duelo por su hijo” (Gen 37:34).
Realmente sería muy poco pretender
ver en esa frase sólo la gran
tristeza de Jacob por la muerte de
su hijo José. Se trata también del
llanto o duelo “oficial,” del llanto
fúnebre. El texto dice literalmente
“e hizo duelo por su hijo muchos
días.”
En la época posterior del pueblo
israelita y entre los judíos el
duelo duraba siete días. Empezaba
inmediatamente después de la muerte
o al recibir la noticia de la misma,
se prolongaba hasta la sepultura,
durante el enterramiento y se
repetía a lo largo de siete días.
Eso es lo que significa, por ejemplo
en el relato de Lázaro, la frase de
que María “iba al sepulcro para
llorar allí” (Jn 11:31); y cuando
Jesús se dirige allí con las
hermanas y los amigos de Lázaro, es
que quería tomar parte en el luto y
duelo de su amigo difunto. El texto
de la lamentación consistía en
exclamaciones: “¡Oh, hermano mío!
¡Ay, señor mío!,” etc., y más tarde
también en cantos funerarios. Las
lamentaciones se hacían con grandes
gritos. Para hacerlas más
impresionantes se contrataba también
a algunas mujeres, que lloraban a
sueldo: eran las “plañideras.” Se
sentaban en la casa en que se
celebraba el duelo, o ante la
puerta, desnudas de medio cuerpo
para arriba, con el saco fúnebre,
ceniza sobre la cabeza y los
vestidos desgarrados, y gritaban,
lloraban y entonaban endechas
fúnebres, acompañándose de una
música de flautas.
Un investigador de los antiguos usos
orientales me contó en cierta
ocasión que las “plañideras”
recogían sus lágrimas en un pequeño
recipiente, porque se les pagaba
según la cantidad de lágrimas que
derramaban; sin embargo,
personalmente nunca he visto
confirmado tal extremo. Por el
contrario, todavía hoy se puede
observar en el Oriente la
lamentación estruendosa y sin
lágrimas, por lo que tal rareza
parece increíble; aunque tampoco hay
que excluirla por completo.
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LA SEPULTURA.
Se realizaba normalmente en
Palestina inmediatamente después de
la muerte (la tarde del día de la
defunción) o, a más tardar, a la
mañana siguiente de la muerte, si
ésta había ocurrido por la noche. El
calor obligaba a ello. Por la misma
razón también Jesús fue depositado
en el sepulcro inmediatamente
después de la crucifixión; cf. así
mismo Act 5:5.10 (el relato de la
muerte de Ananías y de su mujer),
que confirma esa manera de enterrar
en Jerusalén durante la época de los
apóstoles. El difunto era depositado
sin caja sobre un banco en el
interior de la cámara funeraria.
Originariamente parece que los
muertos eran enterrados con su
vestido habitual; pero en tiempos de
Jesús, y en Palestina precisamente,
se rodeaba a los cadáveres de un
gran lujo, lo que ha de atribuirse a
influencias de la civilización
grecorromana, siria y
egipcia.
Para un enterramiento, como lo
exigía el uso, no sólo se requerían
grandes cantidades de ungüentos,
sino también costosos paños y vendas
de lino. Esta preparación de los
cadáveres resultaba muy cara, hasta
el punto de que muchos de los
allegados temían más la muerte de un
familiar por lo caros que resultaban
los lienzos y los ungüentos que por
la pérdida del pariente.
Sólo hacia el año 90 d.C. ordenó
rabí Gamaliel II
que se le enterrase a su muerte con
un sencillo vestido de lienzo. Tuvo
imitadores y ese nuevo uso de
enterramientos simples fue acogido
en general como un alivio.
En épocas anteriores, a veces
también se utilizaban los ataúdes;
pero no pasó de ser una moda
transitoria importada de Egipto.
En tiempo de Jesús el entierro había
adoptado formas que habían pasado de
las honras fúnebres de los príncipes
a los enterramientos populares. Las
parihuelas con el difunto se
acompañaban de los cantos
estruendosos que exaltaban la fama y
los méritos del muerto y lo doloroso
de su pérdida; así, por ejemplo, las
observaciones que hace el Evangelio
de Lucas a propósito de la muerte
del joven de Naím, en el sentido de
que era “el hijo único de su madre”
y que ésta “era viuda,” podrían
proceder de algún canto fúnebre. En
las poblaciones pequeñas participaba
en las honras fúnebres todo el clan,
que es como decir toda la aldea. En
tiempos de Jesús los portadores del
cadáver se cambiaban dos veces en la
marcha hacia la sepultura, a fin de
permitir al mayor número posible de
personas que participasen de modo
activo en la obra de misericordia
que era enterrar a los muertos. En
cada uno de los cambios los grupos
de plañideras elevaban el tono y la
fuerza de sus lamentaciones.
Con los cantos fúnebres se podía
“retener” el alma del difunto, así
como se pretendía lograrlo con un
embalsamamiento generoso. Mientras
no aparecían los signos de
descomposición o no se podía
percibir el olor de la misma, se
creía que el alma del muerto
continuaba en las proximidades del
cadáver. Pero éste no se conservaba
más de tres días; en la muerte de
Lázaro se dice que ya “olía” porque
era el día cuarto después de la
muerte. Ello indica bien a las
claras que aquellas unciones y
vendajes de los cadáveres no
constituían momificaciones
propiamente dichas.
Las tumbas se abrían a menudo en la
pared de la roca. Pero se enterraba
sobre todo en cámaras sepulcrales,
las cuales no eran exclusivas de las
familias acomodadas. Eran raras las
tumbas individuales, aunque parece
que la tumba de José de Arimatea, en
la que fue colocado Jesús, era de
tipo individual. Por lo general se
trataba de cámaras funerarias con
bancos sobre los que se deponía el
difunto. Terminada la descomposición
de los cadáveres, los restos se
recogían en cajas y se depositaban
en un osario, quedando libre de
nuevo la sepultura.
Los judíos quedaban impuros
ritualmente al contacto de una
sepultura; de ahí que los sepulcros
se pintasen de blanco para advertir
de su presencia, ya que no se
enterraba en cementerios cerrados,
sino donde había un lugar apto. La
dura palabra de Jesús contra los
escribas y fariseos, de que eran
“sepulcros blanqueados” (Mt 23:27),
se entiende mejor desde esa
práctica. Por la misma razón los
lugares de enterramiento entre los
judíos estaban fuera de los muros de
la ciudad o del recinto de
viviendas. Sólo en el caso de los
reyes (David, Salomón) se habla de
un enterramiento en la ciudad de
David; pero incluso en esos casos se
trataba de una cueva que se podía
cerrar.
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AÑO, DÍA, HORA.
EL CÓMPUTO DE LOS AÑOS.
Era muy complicado en la antigüedad.
Como el pueblo llano vivía por
completo al margen de tales
cómputos, el tema era casi
exclusivamente un asunto dinástico.
Los anales de los reyes y las
dinastías lo utilizaban, sobre todo
con el propósito de exaltar la
gloria de los distintos soberanos.
El cómputo según los años de
gobierno no sólo era algo que
interesaba a los monarcas, sino que
en la práctica era además el único
sistema fijo por el que se podían
contar los años. Bastaba la fijeza
de tal sistema, porque rarísima vez
se estudiaban los documentos, sino
que sólo se otorgaban para el
presente y para el futuro inmediato.
Para nosotros esto constituye una
fuente de inseguridades. Ante todo
por el hecho de que al comienzo de
un reinado a veces se computaba como
un año entero el resto del año, y a
veces no. Después, porque a menudo
no está claro — como sucedía en los
casos de corregencia, tan frecuentes
entre los emperadores de Roma — si
se computaba como “primer año de
gobierno” el año primero de
corregencia o el año en que
efectivamente el nuevo soberano
gobernaba ya solo.
También crea dificultades la cesura
entre los años de gobierno: mientras
que, por ejemplo, en Judá el nuevo
año de gobierno se iniciaba en el
otoño, en Israel se computaba desde
la primavera.
En Roma oscilaron las fechas hasta
que en el año 46 a.C. se adecuaron
el año civil y el año
administrativo, situándose el inicio
de ambos el día 1 de enero.
Un nuevo cómputo de los años empezó
también con el reino griego de los Seléucidas,
cuyo año primero (= 312 a.C.) fue
considerado cual comienzo de una
era. Ese cómputo general representó
un gran progreso para la cronología.
Especiales son algunos otros
cómputos de la Biblia, que sin
embargo tienen un valor más
simbólico que real, como son los 480
años del templo como dato
cronológico. El templo de Salomón
fue construido hacia el 960 a.C. O,
de acuerdo con lo que dice la
Biblia, “en el año cuatrocientos
ochenta después de la salida de los
hijos de Israel del país de
Egipto... Salomón comenzó a edificar
el templo de Yahveh”
(1Re 6:1). Lo cual significaría
situar el éxodo de Egipto en el año
1440 a.C. “Desde el templo primero,
el templo de Salomón, hasta el
templo segundo, el templo de Zorobabel,
hubo doce generaciones de
sacerdotes...”: 12 x 40 = 480, lo
que daría para el segundo templo el
año 480 a.C. Pero ambos años no
coinciden. Ahora bien, dado que los
intervalos han surgido evidentemente
de la combinación de 12 x 40, tales
tiempos tienen un valor simbólico y
no real.
Algo parecido hay que decir de los
datos como x años después del
diluvio y x años después de la
llegada de Abraham a Canaán.
El cómputo que actualmente utilizan
los judíos, calculando el tiempo
desde la creación del mundo, sólo
apareció a finales de la antigüedad,
a medida que desde Roma se fue
imponiendo cada vez más el cómputo
del tiempo a partir del nacimiento
de Cristo, que los judíos tenían
naturalmente que rechazar. Se
añadieron los datos numéricos de las
genealogías bíblicas y de otros
cómputos temporales, agregando el
resto hasta llegar a nuestros días.
De acuerdo con ese cómputo judío el
27 de septiembre de 1965 empezó el
año 5726 de la creación del mundo.
Pero tal cómputo implica todo un
malentendido de los números
bíblicos.
Otros cálculos muestran, sin
embargo, que en la vida diaria se
contaba sobre todo de cara al
presente, calculando por ejemplo los
años que habían pasado desde la gran
hambre u otros sucesos similares.
De acuerdo con esos cómputos a
partir de alguna catástrofe se contó
también durante algún tiempo
“después de la destrucción de
Jerusalén” como punto de partida.
LAS ESTACIONES DEL AÑO.
El año natural no consta en
Palestina de primavera, verano,
otoño e invierno. Realmente sólo
cabe distinguir dos estaciones del
año: el período de lluvias y el
verano. En el período lluvioso (que
empieza en octubre) tiene lugar el
laboreo de los campos y el
crecimiento de las semillas. Las
últimas lluvias caen aproximadamente
a mediados de marzo. La época de la
cosecha es a comienzos de verano,
empezando con la siega de las
cebadas (aproximadamente el 1 de
abril) y terminando con la siega de
los trigos (aproximadamente el 20 de
mayo). Con el mes de junio entra el
calor fuerte, que sucesivamente va
haciendo madurar las uvas, los
dátiles, las almendras y las
aceitunas; los higos se cosechan
desde mayo hasta finales de
noviembre.
Las lluvias invernales constituyen
un verdadero problema, toda vez que
Palestina durante la “época de las
lluvias” tiene más días secos y
calientes que, por ejemplo, en
algunas latitudes de Europa
occidental un verano normal, si bien
es verdad que en la estación
lluviosa cae tanta agua como entre
nosotros a lo largo de todo el año.
Eso significa que las lluvias
llegan, tras las suaves lluvias
tempranas (de octubre y noviembre
poco más o menos), en forma
torrencial. Días lluviosos casi no
se dan; pero sí horas con chubascos
y chaparrones. De ahí que la lluvia
apenas si puede aprovecharse, además
de que con su violencia arrastra la
tierra de los suelos y destruye las
casas de adobes, como todavía hoy
puede observarse en el país de
Arabia tras las lluvias
torrenciales. Sigue luego el verano
severo (desde aproximadamente el 15
de mayo), seco y caluroso.
Dentro de esta exposición
esquemática hay notables diferencias
al darse también diferencias de
altitud. Jerusalén (a unos 700 m de
altitud) puede tener, por ejemplo
durante el mes de diciembre, días
con 30° C de calor, pero durante el
mismo período hay temperaturas
nocturnas por debajo de los 0°. En
el Mediterráneo y en el lago de
Genesaret los veranos son tan
húmedos como en Holanda, mientras
que en el valle meridional del
Jordán prevalece en verano un clima
claramente tropical. Jericó apenas
si conoce días fríos.
LOS MESES.
No se corresponden con los nuestros,
ni en el cómputo israelita ni
tampoco en el judío (o babilónico);
la sincronización sólo puede hacerse
de un modo aproximado.
La fiesta del Año nuevo se fijó,
según Ex 12:1: en la luna llena de
la primavera: “Este mes será para
vosotros el comienzo de los meses.”
En el apartado sobre la Pascua y el
año israelita se explica el hecho
por el propósito de diferenciarse
del año egipcio. Pero también es
posible que el establecimiento del
Año nuevo el 1° de abib expresase
un propósito diferenciador respecto
del año cananeo, ya que abib era
en Canaán el mes sexto. Después, los
pasajes de Ex 12:1819 y 13:310 se
interpretaron como elementos de
cómputo que desplazaban el comienzo
del año cananeo acercándolo a
Egipto, probablemente con el fin de
juntar el inicio del año con el
comienzo de las tradiciones acerca
de la liberación del pueblo.
Sólo el judaísmo tardío celebraba la
fiesta del Año nuevo en la fiesta de
la Luna nueva (Neomenia) del mes de tisri.
Ese día fue siempre una fiesta
especial; como día de júbilo (día de
estruendo y de trompetas) se
celebraba como el día en que se
anunciaba con los cuernos el gran
mes festivo. Pero ni el AT ni el NT
confirman que tal día se celebrase
el comienzo del año.
La duración de los meses no estaba
fijada a los comienzos, aunque
generalmente tenían 29 ó 30 días. El
comienzo del mes se establecía con
la observación de la luna (luna
nueva), y se anunciaba mediante
señales de fuego desde los montes
más altos. En los tiempos del gran
consejo era éste el que establecía
el comienzo del mes.
Como el año se computaba por la
luna, venía a ser unos diez días más
corto; con ello cada tres años
aproximadamente se desplazaba el mes
primero desde mediados de marzo a
mediados de febrero. Para compensar
la diferencia, las autoridades — el
rey o más tarde el gran consejo —
intercalaban cada tres años un mes,
con lo que se doblaba el mes duodécimo (adar: veadar).
EL DÍA.
Se contaba, como era común en todo
el Oriente, desde la tarde a la
tarde siguiente. Por ello se decía
(nótese la secuencia) “noche y día,”
“y hubo tarde y hubo mañana” (Gen
1:5.8.13.19.23.31).
Entre los israelitas y judíos sólo
tenía nombre propio el día séptimo,
que se llamaba sabbat,
sábado; los otros días simplemente
se numeraban. Por eso se dice:
“Pasado ya el sábado, cuando
despuntaba el alba del primer día de
la semana, María Magdalena y la otra
María fueron a ver el sepulcro” (Mt
28:1). Con el paso del tiempo el día
sexto se llamó parasceve o
“preparación del sábado.”
En los tiempos festivos solían
designarse los días por su posición
en el calendario de la fiesta: “el
último día de la festividad” (Jn
7:37), “el día primero de la fiesta
de los Ácimos” (Mt 26:17), etc.
En el cómputo de los días inmediatos
solía contarse además el resto de la
víspera con el comienzo del día
siguiente como un día entero; si se
trata del tiempo que va desde las 16
horas del viernes a las 3 horas del
domingo, se computaba primer día
desde las 16 horas del viernes hasta
la puesta del sol, y el domingo era
el día tercero (contando su duración
desde la puesta del sol del sábado
hasta las 3 horas de la madrugada
del domingo). Por lo demás, no se
dice que Jesús resucitara de entre
los muertos “después de tres días,”
sino “el tercer día.”
LA HORA.
No era en la antigüedad expresión de
una duración absoluta (es decir, que
una hora no tenía 60 minutos de 60
segundos); aunque ya entonces el día
y la noche se dividían en doce
horas: en doce horas porque también
el año se dividía en doce meses. La
hora era un concepto relativo, a
saber: la duodécima parte del día
(desde la salida hasta la puesta del
sol), y la parte duodécima de la
noche (desde la puesta hasta la
salida del sol). Por ello en verano
las horas del día eran más largas
que las de la noche, y en el
invierno eran más largas las de la
noche que las del día.
El único punto fijo en el cómputo
diario era la hora sexta (es decir,
el final de la hora sexta: de
acuerdo con nuestro cómputo de las
horas, las 12 del mediodía, o mejor
aún, el tiempo en que el sol alcanza
el punto más alto de su carrera).
La hora tercera o tercia (es decir,
la tercera hora cumplida)
correspondía por consiguiente en
pleno verano a las 8 horas de
nuestro reloj (o hacia las 9),
mientras que en invierno podía ser
aproximadamente nuestras 10 horas).
A mediados de abril y a mediados de
octubre el tiempo de las horas
correspondía bastante
aproximadamente a nuestro cómputo
mecánico de las mismas.
La hora nona (completa) coincidía en
pleno verano con las 16 horas de
nuestro cómputo, mientras que en el
giro del invierno al verano
correspondía poco más o menos a las
14 horas (siempre según el sol).
Pero sólo desde la época del
destierro de Babilonia se generalizó
esa división detallada del día; en
tiempos anteriores las horas solían
indicarse mediante ciertas
referencias: al caer la tarde,
cuando las mujeres van por agua, el
canto del gallo, al salir el alba,
después de salir el sol, antes de
que se hiciera de día, en la hora
más calurosa del día, al tiempo del
sacrificio de la tarde (en el
templo), al caer el día, al tiempo
en que la tarde refresca, etc. Ese
cómputo de las horas siempre se
mantuvo vivo y corriente entre el
pueblo (Lc 24:29:“Es tarde y el día
va de caída”). Cf. lo dicho sobre el
canto del gallo.
Para la noche la división fue más
global siempre. Para su división se
utilizaba, incluso en la vida civil,
la expresión militar de “vigilancia
nocturna.” Por lo demás, también los
nómadas conocían esa división, de
modo que en Israel la división de la
noche en vigilias bien pudo tener
también un origen nómada.
En Oriente se establecían tres
vigilias para dividir el tiempo de
acuerdo con los astros; ese uso se
encuentra en el AT. Los griegos y
los romanos introdujeron cuatro
vigilias, uso que también determinó
la división de la noche en el NT,
probablemente ya desde la invasión
de los romanos en la década séptima
a.C. Pero las autoridades del templo
mantuvieron durante la dominación
romana la división tripartita,
corriente en la tradición israelita.
Al igual que en la división indicada
del día en horas, también las
distintas vigilias de la noche eran
más largas en invierno que en
verano; y ello porque no se contaban
(según nuestro cómputo) desde las 18
horas a las 6 horas, sino desde la
puesta del sol hasta su salida. Pero
en el período romano se empleaba
además la división horaria de la
noche: así, desde la primera a la
tercera hora de la noche
correspondía a la primera vigilia
nocturna (según el cómputo romano), etc..
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